Debo confesar que he construido, con la soberbia implícita del melómano formado en los cánones de la tradición occidental, una muralla infranqueable frente a la marea de los géneros urbanos latinos. Mi rechazo, hay que admitirlo, no era el del moralista escandalizado por la lascivia o la procacidad de sus letras, pues la historia del arte está preñada de ambas; sino el del oído que se espanta ante la melodía paupérrima, la armonía reducida a un puñado de ciclos cadavéricos, y el ritmo obcecado y monótono que, cual martilleo nihilista, inunda cada espacio público o privado en estos tiempos nuestros. Es un prejuicio estético, no ético; un desdén pedante por lo que considero una abdicación de la belleza sonora, con todo lo polémica y polisémica de esta categoría.
En ese páramo de desatención voluntaria, la figura de Rosalía había sido, para mí, una más del paisaje efervescente y banal, hasta que «Lux» irrumpió como un relámpago en la oscuridad de mi propia ignorancia. Despreciando con soberbia académica a toda una generación de intérpretes, mi encuentro con este «lucens opus» fue un acto de gozosa humillación. Fue la audacia de este disco la que me obligó en estos días a un viaje retrospectivo, descubriendo la genialidad conceptual de «El mal querer», donde la tesis flamenca y los hi-hat del trap alcanzan una sofisticación abrumadora; y la deconstrucción lúdica y frenética de «Motomami», que, sin cautivarme por completo, entiendo como una creación musical audaz y transgresora.
«Lux», sin embargo, es otra cosa. Se revela como un territorio sonoro donde la artista no solo trasciende sus influencias, sino que trasciende la noción misma de los géneros populares para erigir una catedral profana de sonido y sentido. El álbum se estructura, como una sinfonía, en cuatro movimientos, toda una arquitectura narrativa que evoca más un «Bildungsroman» sonoro o un viaje dantesco que un mero álbum pop.
El guiño operático es ineludible, lo que no puede dejar de evocarme el mítico disco «A Night at the Opera»: ambos trabajos comparten una ambición desmesurada, una hibridación genérica sin complejos y una vocación de obra total. Si Queen fundía el music hall con el heavy metal y la ópera bufa, Rosalía teje una tela sonora con hilos del flamenco más arcaico, el reggaetón más visceral, la música sacra y la electrónica de vanguardia, todo ello orquestado con la imponente y sutil colaboración de la Sinfónica de Londres, la voz angélica y atemporal de la Escolanía de Montserrat y la potencia coral del Cor de Chambra del Palau.
Sin embargo, es el exergo de Simone Weil: «El amor no es consuelo, es luz»; la clave hermenéutica que ilumina todo el proyecto. Weil, la filósofa de la gravedad y la gracia, postula un amor que no es un bálsamo paliativo, sino una iluminación abrasadora, un descenso de la verdad que desgarra antes de redimir. «Lux» es la puesta en música de esta idea terrible y bella.
En «Berghain», esta dialéctica se dramatiza con una fuerza sobrecogedora. La pieza es una cantata fracturada que se inspira tanto del «Dies Irae» verdiano como de los oratorios barrocos, para construir una alegoría de la crisis espiritual. Los violines de la Sinfónica de Londres, ejecutados con la técnica sautillé, no sugieren éxtasis, sino un ataque de pánico orquestal, un desasosiego nervioso que es la gravedad weileana en estado puro. La letra, un collage trilingüe, oscila entre la entrega: «Su miedo es mi miedo / Su sangre es mi sangre», y la autoconciencia lúcida y frágil: «Solo soy un terrón de azúcar / Sé que me funde el calor». La intervención de Björk, augurando que: «la única manera de salvarnos es a través de la intervención divina», no es una solución, sino el anuncio del problema. La música, en su crescendo caótico y su posterior retardando cardíaco, representa el fracaso del esfuerzo humano, el punto cero desde donde, solo entonces, puede surgir la luz.
Frente a este colapso, «Reliquia» ofrece una respuesta distinta. Aquí, la reliquia es un signo que contiene la ausencia; un fragmento que evoca un todo perdido. Musicalmente, Rosalía logra esto mismo, toma el sonido de un cuarteto de cámara que evoca lo clásico, lo puro, y lo somete a una edición digital que lo desfigura en patrones electrónicos irreconocibles. Es la belleza herida, la tradición hecha añicos para ser reensamblada. La letra: «Coge un trozo de mí / Quédatelo pa’ cuando no esté / Seré tu reliquia», es un acto de entrega mística, pero también una poética del amor humano. La aceptación de la vulnerabilidad es condición de la permanencia. Es aquí donde la teología negativa de Weil resuena con fuerza, pues solo vaciándose, solo quebrándose, la persona puede ser habitada por la Gracia, o sea, por lo divino.
El clímax de esta ascesis quizá se encuentre en «La Yugular», un lied de una desnudez estremecedora. La voz de Rosalía, despojada de casi todo acompañamiento orquestal, se convierte en un hilo de conciencia pura. El texto: «Yo quepo en el mundo / Y el mundo cabe en mí / Yo ocupo el mundo / Y el mundo me ocupa a mí», es una meditación metafísica que expresa la superación de la dualidad. No es el yo contra el mundo, ni el yo en el mundo, sino una copertenencia esencial, una encarnación. Es la luz weileana no como un foco externo, sino como una iluminación interna que revela la divinidad de lo existente. La inclusión final del discurso de Patti Smith de 1976: «Fuercen la entrada para pasar al otro lado», funciona como un manifiesto estético que cierra el círculo. El arte verdadero no consiste en abrir puertas, sino en derribarlas.
«Lux» es, en definitiva, una obra maestra no por su eclecticismo, sino por su síntesis. Rosalía ha tomado la pulsión rítmica del urbano, la profundidad armónica de la música clásica, la densidad literaria de la poesía y el rigor de la filosofía, fundiéndolas en un todo orgánico que es a la vez antiguo y radicalmente nuevo. Para quien, como yo, había dado por muerta la ambición en la música popular, este disco es más que una revelación; es una resurrección. Demuestra que el gran arte puede, aún hoy, emerger de los escombros de la cultura mainstream, no para consolar, sino, como quería Weil, para iluminar; aunque la luz duela.

