Hoy cumpliría 144 años el artífice de la descomposición y reintegración de la forma moderna. Trascendió la condición de adalid para erigirse en alquimista, capaz de transmutar la pesada materia de la narrativa en el oro volátil de la poesía pura. Su obra constituye la forja de un lenguaje ideográfico donde la idea y el sentimiento se manifiestan con inmediatez en la línea y el color. Su tránsito estético —del azul al rosa, del cubismo al surrealismo— no fue una evolución lineal, sino un proceso iniciático en pos de un principio espiritual universal, un periplo que, en su esencia última, siempre constituyó un retorno.
«Yo no pinto lo que veo, pinto lo que siento», declaró. Lejos de una mera confesión romántica, este axioma encierra la clave de su filosofía artística traducida en la búsqueda constante de una verdad suprasensible. Frente al arte mimético occidental, heredero del Quattrocento, que nos invita a observar el mundo como a través de una ventana, Picasso desgarra el velo de las apariencias para exhibir la arquitectura oculta de la realidad: «Todo lo que puedas imaginar, es real». Aquella esencia que los maestros antiguos, desde Botticelli a Ingres, codificaban tras una perfección representativa ilusoria, en él es revelada en su cruda, y a menudo violenta, desnudez.
Logra esta epifanía mediante un movimiento paradójico. Logra que la vanguardia radical beba de los manantiales ancestrales; solo lo arcaico puede ser genuinamente nuevo. Picasso es el eco deliberado del arte primitivo: «Las Señoritas de Aviñón» reinventan la estatuaria ibérica y las máscaras fang, despojadas de su función ritual original para ser investidas de una potencia estética insurrecta. El «Guernica» supera la condición de reportaje o panfleto político para resucitar un pathos atemporal que es el regreso a la caverna de Altamira. No mimetiza sus bisontes, emular su fuerza mágica y simbólica, aquella que nace del núcleo telúrico.
Esta operación, de una radicalidad que aún nos interpela, posee una dimensión intrínsecamente elitista; sin embargo, su obra resignifica ese concepto, porque no se dirige a una élite social preexistente, sino que forja una nueva aristocracia de la percepción. Al negar la digestibilidad inmediata que el estalinismo exigía al realismo socialista y que el capitalismo incipiente demanda para su consumo pasivo, su lenguaje fracturado se erige en un acto de resistencia. Obliga al espectador a una elección inexcusable, o permanecer en la cómoda mirada académica o emprender la laboriosa tarea de desaprender para poder ver de nuevo. Su legado, por tanto, no se limita a la fecunda obra que ayudó a parir el arte moderno, sino que instaura una nueva condición para la experiencia estética: la de una revelación que, como en los misterios antiguos, se concede únicamente a quien está dispuesto a descifrar el mundo.

