MURAL DE SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ

(1651-1951)

Entre rosas de números y signos aparece
Sor Juana deslumbrada,
dormida en su visión como en un lienzo:
¡eterna, sí, mas lúcida en el aire
de la mental planicie mexicana!

¿Quién la nombra esta noche o la conjura
desde la ciega geografía ardiendo
como un ascua miniada en sus pupilas?
¿Quién despierta en su frente cuando rasga,
cristalina Gioconda teologal,
el pergamino cándido en que huyen
otra vez linces, galgos, cervatillos,
ligerísimos tropos, cetrería
junto al abismo de sus soledades?
¿Quién es, si al responder no se conoce,
persona de insondable transparencia,
y dice yo como diría el mar,
el bosque, la ilusión, o la mirada
que la envuelve sedienta en el temblor
del penumbroso mundo americano?

¡Ah inocente sibila, melancólica
es toda aparición, mas tú nos hablas
desde tu luz criolla y teresiana,
adolescente y maternal, la lengua
que habernos menester en esta hora:
la de insaciable sed, la de medida!
Porque viste que el mundo es fascinante
geometría. Oscuro pitagórico,
y rodeada de un vasto sacrificio
que mugía en las rotas extensiones,
contemplaste nacer, tácita aurora,
detrás del abanico y el sollozo,
la dulzura astronómica del Reino.
Y soñaste que todo es caracol
de música, pirámide de sombra,
espiral de una esfera inalcanzable
o fáustica redoma donde el búho
gobierna las morosas potestades;
mas también juego, reverencia, pluma.

Neptúnico el Virrey entra al enigma
por una abigarrada niebla azteca
con pompa imaginaria, y cejijunto
descubre ya el grabado de la muerte
bajo el arco erudito y alegórico
que improvisó floral tu fantasía.
Porque la cifra ptolomeica o griega,
la sal latina o la linterna mágica
son flores en tus manos conceptistas,
estrellas en tus ojos conventuales,
surtidor en tu voz enamorada
del capitoso iris de la Vida.

Y ansiabas penetrar la gracia, oír
los acentos del júbilo en la ley
que ordenara nupcial la perspectiva,
y el gozo de las causas más humildes:
los villancicos, las epifanías
del fuego, del aceite, del membrillo.
Querías descifrar y poseer
la sustancia temblando en el enjambre
retórico de Amor, y en el torcido
impulso de la piedra jesuita
soplada por un hálito salvaje:
¡los pámpanos de oro al Paraíso!
Querías un espacio que se ofrece
para alojar la gloria de esos monstruos,
un tiempo que no sale de su heráldica
o de la tosca ronda por los muros,
sino del golpe virgen de la espuma
y la sorpresa en lo desconocido.

Pero el volcán era un fantasma y solo
brillaban las bujías del palacio
frente a una muchedumbre de alfareros,
de tigres y personas de rocío.
¡Orbe de ecos, de clamor cerrado:
y aún en la mañana más espléndida
la gaviota y el viento oscuramente
contra el abstracto sol de El Escorial!
Hispánico el ocaso te alcanzaba
como un manto de púrpura cayendo
sobre tus hombros: ¡ay, mas tu cabeza
estaba en el albor, entre los pájaros!
Y cuando, enferma de esperanza, vino
al ardiente zureo, al fiel rosario
de tus horas de estudio y plegarias,
lo inmedible, el escándalo del caos
(la sombra no fantástica, infernal),
olvidaste el infolio, el astrolabio,
el laúd, y pusiste gravemente
la docta mano en la terrible llaga.

Supiste renunciar, callar, servir.
Como si hubieras vislumbrado un rostro
frente a cuyo esplendor el laberinto
de la historia, y las máscaras, se esfuman,
regresaste velada, silenciosa,
al esencial donaire de tu origen.

¡Vuelve a él, dulce Niña americana,
parlera quimerista de candor,
y ruega por nosotros que venimos,
amargas olas de implacable sangre,
del hermético espanto que se echaba,
cual bestia mitológica, a tus pies!

Cintio Vitier

Tomado de Homenaje a sor Juana (1951), Vísperas, prólogo de Enrique Saínz, La Habana, Letras Cubanas, 2007, pp. 303-305.