Y MURIÓ EN ALTA GRACIA

En Altagracia de Córdoba, estirpe y semejanza, cuando el mito americano cruzaba el ancho mar de la mano del verso de Mosén Jacinto, cuando el largo, ecuménico camino realizaba el nuevo descubrir, cuando el hispanismo se aventuraba de nuevo, antiguo peregrinar, sobre la mar océano, mítica Atlántida, grávida América, Manuel de Falla, ascendió a la Alta Gracia del Señor.[1]

     Un antiguo paisaje se animó a su soplo y la cetrería castellana penetró en la espaciosa vega, en los viejos jardines, por las rejas y cristales de la alquería al modo de la concepción catequística: como un rayo de sol; sin romperlo ni mancharlo. Porque en la venturosa farsa del Maese cantan las figuras del Retablo de la misma manera que la pícara y honesta molinera hace danzar el castellano minuet al viejo corregidor que anuncia en el grotesco de los tres picos del sombrero el jubón del trujamán. La voz generosa de Don Felipe Pedrell, clamaba por un gran estilo, exigía impulsada por el heroísmo, por el discurso wagneriano la creación de nuestro heroísmo, de nuestro discurso. Esta voz y el hallazgo debussyano colocaron a Manuel de Falla, ante su realidad, ante su sino difícil. De ahí la devoción al crear, la lentitud de lo creado, el convencimiento de la artesanía necesaria, de la prudencia y firmeza del trazado en la mano de obra. Porque había que comenzar por la creación de un presente y la recuperación de un pasado sin el cual solo era posible la orfandad y la esterilidad de todos los intentos que fueran más allá de la fragua laboriosa y tenaz. Por eso Pedrell, primer español de estilo noble entre los músicos de nuestro tiempo llevaba consigo la certeza de ser vencido por la potencia de la gran voz que intentaba introducir en la España de su época. Desprovisto de un medio de expresión orquestal, ajeno a la gran creación que significa para la cultura de Occidente el sentido de la orquesta romántica, carente del impulso que hizo posible la afirmación del mundo wagneriano, resultado de un movimiento pletórico y vital del espíritu europeo, Leipzig, Weimar, Bayreuth, —el músico español intentaba su logro a través de aquellas substancias que crecían al alcance de su mano. Manuel de Falla, comprendió su sino y aguardó su hora. Y su hora de entonces, estaba lo suficientemente alejada de la prédica noble del maestro catalán para acudir a la dorada áncora debussysta y afirmar de ese modo su latinidad primera y su recogimiento imperioso. Pedrell, hurgando las raíces de la tierra española, animando su expresión, haciendo actuar un folklore, fue llamado germanizante porque quiso llevar a su pueblo la primera voz europea de sus días. ¿Podemos llamar entonces afrancesado al Falla de las “Noches” de las Tres Canciones de Gautier, de la jota del “Sombrero”, donde “Le Matin d’un Jour de Fête” se hace síntesis y realidad? Y todo por el hecho de la obra, por el empirismo de lo logrado porque no se alcanza a ver en el ferviente idealismo de los “Pirineos” más que una obra fracasada. Pero el maestro noble y agudo incluye en sus “Homenajes” el nombre del viejo pregonero de Cataluña y el estilo fue recogiéndose aún más en las esencias, para liberar las fuerzas de los que sigan. La tradición salvada, el presente conciso, todos los impulsos tienen ahora la seguridad de una devota guarda en las espaldas. Por sobre todo fluye el ser de España, creado paso a paso, compás a compás, con la angustia del fervor por el pan nuestro de cada día, nueva consagración del pan y del vino, cuerpo y sangre de España para la comunión de sus músicos.

     Esta comunión hizo el milagro del estado de gracia y volvieron a descender sobre el viejo cenáculo las lenguas de fuego. Entonces comenzó la predicación y el discurso. El milagro tuvo la verdad del milagro; un profeta y después la liberación recién fundada, porque nunca fue la obra del maestro precursora de nada; fundación y militancia tuvieron la simultaneidad de la gracia y corrieron con idéntica razón, ríos afluentes al gran caudal de España.

     Para el inicio de esa recuperación fue necesario acudir a una corriente expresiva que había introducido su mirar con las condiciones, reales o accesorias, pero condiciones de la música española. Además, el supuesto exotismo fue encaminando sus pasos hacia el origen común. Si en aquel teatro castizo había donaire podía intentarse con él un logro mayor que fue “La Vida Breve”. En la versión de esta ópera tal como la conocemos hoy, no hay un solo momento que oculte la presencia del músico que recuperó el verbo de su nación. Y es que la obra se iniciaba ya tal como había de sucederse, heroísmo cotidiano, angustia hechizada de la obra hecha cada día. La intuición del creador, acogió a su modo la teorética pedrelliana; el concepto de una misión por hacer latía en todo. Pedrell, quería que se acudiera a las creaciones, a los hechos concisos y plenos de la música europea; quería que se realizara el aprendizaje por la asimilación de las mejores calidades existentes fuera de las fronteras españolas, para nutrir lo que habitaba dentro de ellas, pero bien cuidó primero de descorrer el telón sobre los objetos que eran recordados por el tacto, que lanzaban los primeros vestigios del diálogo conocido y familiar. Cuando aparecieron los cuadernos de la “Iberia” de Albéniz, se logró la introducción de una manera cultísima de la música europea de entonces: el pianismo. El pianismo de Chopin y de Liszt, gala de la burguesía del salón parisién y vienés, generador del cuadro impresionista, apareció en España, en la obra de Albéniz, integrando un tratamiento pianístico novedoso, violentamente original, español en cada partícula, hasta en cada recurso virtuosista con unos materiales suministrados por una corriente que parecía ajena a las calidades nacionales. No lo eran, porque después, en la triste suavidad de Granados, se logró también por vez primera un timbre romántico entre playeras, orientales, jotas, peleles, manteos, majas y ruiseñores que aún hoy nos tiñe el oído de aquellos tonos melancólicos del madrileño crepúsculo de San Isidro, y nos lo enjuga con los cálidos y galantes bordados de la enigmática maja goyesca.

     Así se fue logrando un lugar en la expresión pianística española; sin embargo esto no era suficiente para la actuación de España dentro de la producción europea. La orquesta de Debussy, encerraba los secretos que era necesario poseer para la expansión sinfónica de los recursos nacionales. Estos recursos, en la época en que Falla iniciaba su carrera, consistían en la explotación de la cantera folklórica, en la vitalización de un cancionero abundoso y lozano que esperaba su renacer. Contemplado ahora, en la serenidad distante, acude a nosotros la magnitud del genio necesario para comprender y tallar el tema preciso en el tiempo preciso. Si la luminosidad impresionista, su marquetería oriental había desconcertado y conducido al remedo servil a tantos, ¿cómo creer en ella para una solución nacional? La. virginidad española es a fin de cuentas la que permite la entrada por los medios difíciles y los remedios heroicos. Esta virginidad es la que hace que la orquesta de las “Noches” con su debussysmo y hasta wagnerismo, sueñe con un acento original y propio como razón natural y orgánica para el lenguaje de un pueblo que tenía poder suficiente para lograr su lugar, por la obra y la iluminación del genio más puro de la raza en este siglo nuestro, en el banquete opulento de la más rancia cultura europea. Falla, comprendió que las necesidades imperiosas de la música nacional exigían el tratamiento de sus gérmenes de acuerdo con las condiciones que mejor cuadraran en su ámbito de entonces. De ahí el sentido extático del trabajo del maestro que no intentaba la obra por la obra, sino la obra por el estilo, empedrado riguroso, aprendizaje lento y maravillado de un modo de hacer, de una actitud común que hiciera posible la unificación y la universalidad de los impulsos.

     La música europea de aquellos años presentaba un panorama desconcertante y suficientemente complejo para animar la duda de cualquier intento de acercamiento a las escuelas impulsoras. El trasunto wagneriano de un lado, espejo del europeísmo más tradicional, comenzaba a producir las primeras inquietudes de un movimiento que proclamaría más tarde su tesis y se llamaría continuador de los sucesos más ilustres de la música occidental, partiendo en su más íntima entraña de un ciclo histórico gigantesco que le llevaría a realizar la más rotunda revolución de nuestros días en el cuerpo mismo del sonido. De otra parte, la aparición de la generosa marea impresionista, ascensional y envolvente, revelando secretas mitologías entre orientalismos y paganismos, descubriendo toda una dinámica interior de la sensación sonora, entusiasmándose con melismas y rasgueados, buscando su acopio en exposiciones internacionales.

     No era posible dudar mucho y Manuel de Falla, no dudó. Él sabía que aquella música que se escuchaba en las salas de concierto de París, tenía que servir, por ley natural, para la obra por hacer, Si esa música había llamado a las elementalidades españolas como tejido para construir sus mejores finuras, podía a su vez irse a ellas en busca de un sentido superior para afianzarlas de nuevo en su paisaje natural. Este paisaje natural, contorno y diálogo, era el primer misterio a revelar; después fue necesario remover la clara agua de la historia real, de la historia posible, para crear el discurso, el sino y el estilo. Ya no bastaban aquellas madureces para el deseo desbocado; todo exigía la disciplina de la gravedad, el peso de un gran cuerpo; ya no contaban las técnicas, ya no contaba el procedimiento, solo se imponía la necesidad de datar, la permanencia del estilo. El “Retablo de Maese Pedro” afina la mirada y el ojo va dibujando por entre las claridades del vergel, la presencia del antiguo verbo, de la imagen antigua, de la fuente milagrosa de la cultura y de la estirpe. El “Retablo” es el descanso al umbral del estilo; atravesándolo, llegamos al mundo mágico y real, vieja paradoja hispánica, del “Concerto para clavicémbalo”. Y ya aquí la música alcanza la altura prodigiosa del verbo creado, encarnación de España, nuevo camino para la verdad española. ¿Cómo es posible esta obra singular, extrañamente singular, clamante y precisa en el lugar reciente de la recuperación apenas nacida? Solo se acierta a ver en ella la vuelta, la tradición, el dato. Pero, ¿qué vuelta, ¿qué tradición? ¿qué dato? Porque es inútil perderse en consideraciones que solo llevan a la comprensión de una técnica, de unas fórmulas, hasta de una antigüedad de casta, de un existir del lejano espíritu histórico. No puede hablarse del castellanismo del “Retablo” o del “Concerto” para explicar una oposición o un nuevo camino respecto a las “Noches”, al “Amor Brujo” al “Sombrero de tres Picos”, como tampoco serviría para explicar la raíz de la poesía gongorina. Antecedentes del concerto en el tiempo de la música española, poco menos que no existen; la estructura es un proceder común con las viejas formas de los Concertos da Corte y las Sonatas da Chiesa, que tanto tienen que ver con España, como con cualquier país de buena tradición musical. La técnica del Concerto en nada avanza sobre el contrapunto strawinskyano o la politonía de Milhaud; los recursos son los mismos que juegan en la música de hoy: superposiciones tonales, armonías simultáneas, uso de la modalidad, complejidad rítmica, sencillez temática, todo lo que es una actitud general en las mejores inteligencias del siglo. Imposible considerarlas, en sí mismas, como mensaje y enseñanza del maestro; imposible considerarlas como una norma de trabajo fuera de lo que tiene de sabiduría, de intuición, de originalidad. Además, aceptando solo el proceder, se cae en la continuación, en la escuela, en la facilidad del aliento redimido. La tenacidad del impulso que produjo el gran mensaje no se ha acertado a ver con toda claridad. La claridad es demasiado luminosa, mucho más de lo que nuestra retina puede soportar. El gran anuncio hace estallar en fragmentos múltiples el ojo asombrado y la pupila herida por el gran gozo de la mejor alegría. A vuelto el Estilo; el gran estilo español, el estilo que animó en la decadencia el verso de Góngora y de Quevedo, el discurso de Gracián, el estilo que ya mantenía en nuestro humanismo la pasión exaltada; que ya vivía en los diálogos de Vives, en los planos de Juan de Herrera, en la polifonía de Victoria: el Barroco español. Ese barroquismo atormentado es lo que hace crecer en lenta angustia la obra de Manuel de Falla, es lo que bulle desde el Canto a Granada hasta el Soneto a Córdoba, llevando hasta el último gran mito: Las Atlántidas, eterno viaje de España hacia el Nuevo Mundo realidad y simbolismo de la expansión barroca. Al darnos el estilo el maestro nos libera de todo, todo vuelve a ser nuestro, no hay respiración en Europa, que no podamos acoger, lo que al principio fue recogimiento es hoy expansión, viejo ecumenismo católico de España, el pecho nuevamente abierto, herido de nuevo por nuestro romanticismo. Ahora existe la fidelidad necesaria y esta fidelidad a nuestra razón exige de nuevo tornar los ojos a los grandes temas, a la gran euforia de la que no participamos, creciendo sordamente en nuestro interior la capacidad discursiva, la capacidad de desarrollo suficiente para hacerlo. Al tener otra vez nuestro estilo, nos acercamos al estilo semejante, el que España no pudo hablar en su siglo y que habla ahora con toda la lozanía, la gracia y la pasión de lo recién mostrado. Esta fue la gran misión del maestro, proclamar nuestro centro, darnos la comunión de nuestro cuerpo y nuestra sangre, comunicarnos el estilo vital, animar la llama de nuestro discurso con su soplo gigantesco de hombre criado y mantenido en el gran ardor del Barroco español, de un hombre de nuestro estilo, de un hombre de España.

     Nunca será bien venerado tu recuerdo, maestro que alumbraste el nacimiento de tantos; nunca serán suficientes para llenar tu espíritu, nuestras bendiciones, nuestra vida y nuestro homenaje perpetuo y .dolido; tú que nos diste el verbo, que nos dotaste de voz, que descubriste nuestra pasión, que alimentaste nuestra avidez de canto, nuestra necesidad de plenitud, que nos diste un estilo de obra y de vida, que dejas abierto el camino a toda devoción, a toda verdad, que despertaste nuestra palabra romancesca y romántica; tú que viviste siempre en Alta Gracia y has muerto en Altagracia, descansa ahora, en la Alta Gracia del Señor. Así sea.

Julián Orbón

Tomado de Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, invierno de 1946, año III, no. 12, pp. 14-18.

Otros textos de Julián Orbón publicados en la revista Orígenes (1944-1956):[2]

  • “Las tonadillas”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, verano de 1946, año III, no. 10, pp. 23-28.
  • “De los estilos transcendentales en el postwagnerismo”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, verano de 1947, año IV, no. 14, pp. 31-40.
  • “Richard Strauss” y “José Clemente Orozco”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, verano de 1949, año VI, no. 22, pp. 42 y 43-44, respectivamente.
  • “En la esencia de los estilos”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, 1950, año VII, no. 25, pp. 54-60.
  • “Homenaje. Arístides Fernández (1904-1934)”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, 1950, año VII, no. 26, p. 63.

Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] El 14 de noviembre de 1946 falleció Manuel de Falla, dos días antes de cumplir 70 años.

[2] Véase José Lezama Lima: “De Orígenes a Julián Orbón” (Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, Úcar García, s.a., 1955, año XII, no. 37, pp. 59-62), Tratados en La Habana (1958), La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2014, pp. 498-505.