EL HOMENAJE A LA TONADILLA DE JULIÁN ORBÓN

 En el venero exquisito de lo popular, en los misterios comunicantes de la cultura musical y poética, en las transfiguraciones de la memoria creadora, hemos visto siempre a nuestro Julián Orbón, discípulo libre y distinto de Manuel de Falla:[1] capaz de las angustias mayores de lo contemporáneo, pero al cabo señor de un claro castillo reminiscente donde está su salud hispánica y la salida voraz a su impulso americano.

     Lo vemos durante años echando al vuelo tonadillas y madrigales, o martillando un bajo de son, como si esas formaciones puras del oído intrahistórico encerraran un secreto remoto, quizás intocable, que fuera preciso buscar en la noche mística de las asociaciones del estilo y en los últimos pasos nupciales de la memoria.

     Ese tuétano oscuro que hay en un tema, en una armonización, en un bajo, y que devuelve el acorde o el ritmo como una metáfora sonora de participaciones ecuménicas, es la resistencia que tiene que ser golpeada para que se abra, no una estructura, no una cifra ni un juego arcaizante, sino la sustancia, tan ofrecida como inapresable, del paisaje dramático del alma y del destino de su imaginación vital.

     Así nos dice Julián Orbón gustando una guajira o un kyrie gregoriano y por eso en él oímos sobre todo la golpeada, absorbida y penetrante sustancia de las formas melódicas o rítmicas entrando en un tiempo metafórico —no psicológico ni impasiblemente ontológico, según la distinción de Stravinski—. Tiempo metafórico donde parece que el tema vierte sus esencias de estilo y la modulación abre sus espacios poéticos, no a virtud de un tratamiento sabio sino por la súbita iluminación, en una especie de relámpago justiciero, de la secreta magia emocional e imaginativa que encerraban.

     El acercamiento de Orbón a los materiales de su propia obra es oscuro, a veces caótico; pasa de la fruición a la incandescencia de las asociaciones; de la alegría del hallazgo a la angustia de sus posibilidades; lo arrastra una mitología del tema, de la modulación, del ritmo. Se siente rodeado de máscaras. Pero ese girar y golpear obsesivo le va rindiendo la ciega veladura lírica, la sugestión de una lejanía espiritual que al revelarse como inapresable ofrece la resistencia de su forma.

     Música, entonces, a pesar de la violencia y la avidez de sus impactos, esencialmente lejana, distante, recordada. Lo cubano en ella, más que los temas prodigiosamente penetrados, es eso, la velada calidad de aurora, la angustiosa dulzura de no poseer lo que se es, una cierta hiriente pobreza que está sobre todo en el Cuarteto. Su dimensión americana está en la profunda voluntad de integrar intuitivamente los contrarios, las paradojas y los viajes secretos del estilo occidental, en un distinto absoluto, en la unidad superior e inabarcable de otro desconocido. De ahí su experiencia entrañable, no experimental, de Wagner y el sinfonismo germánico, del atonalismo vienés, de los cuartetos de Bartok, de la música renacentista, de la tonadilla del xviii,[2] de lo nostálgico popular americano, de la música litúrgica gregoriana. Todo en él ha sido y es pasión, experiencia, conocimiento de destino; y aun diríamos más, cultura de salvación. Pero el centro, el apriori de espacio espiritual que le impide extraviarse, le viene de un último buen sentido, picardía transparente, fe y barajar de linaje cervantino.

    Ocasión venturosa para estas aproximaciones ha sido el estreno en La Habana de su Homenaje a la Tonadilla. (Divertimento para orquesta sobre temas del xviii). Obra de los veintiún años, tiene sin embargo en su aire y artesanía la claridad de un saldo, la elegancia de un ofrecimiento. Más que una obra de central impulso penetrador —como la anhelante Sonata para piano, como el lúcido y ávido Cuarteto, como la ardiente e integradora Misa en que ahora trabaja— es un juego con las propias fuerzas y un rendimiento de cortesía. No hallamos aquí búsqueda (ídolo moderno que en general este músico tiende a convertir en católica aventura), sino juvenil y alegre plenitud, hermosa reverencia para aquellos castizos maestros que, burla burlando, entre jácaras, sainetes y entremeses, sacaron a luz tesoros de intuición musical.

     Contra el melifluo italianismo y lo teórico empolvado, contra cánones, trocados, cancrizans, enigmas y madrigales, nació la aérea tonadilla escénica en el gracioso y rápido Madrid de 1750, como una tenue flor que tenía raíces profundas en la roca española. Guerrero, Misón, Esteve, Rosales, Laserna, Castel —nombres que nos suenan con tonos ligeros, de dibujo acuarelado—, le dieron aire, giro y color en uno de esos surgimientos mágico-naturales que demuestran las reservas vírgenes de la historia. Fueron aquellos años, nos dice Ramón Gómez de la Serna, como “una merienda momentánea pero esplendente”.

     Los colores frescos, la luminosidad llana, el garbo y hasta el aire físico que llena los cartones para tapices de Goya, de lo goyesco cervantino, están, a veces un poco risueñamente solemnizados o con crecida de ternura casi romántica, en la orquestación del Homenaje. Orquestación plena y mesurada, sin impresionismos de primera mano, con el oro, la madera y el destello justos: en la línea de la prosa de Zabaleta y las Novelas ejemplares.

     Prefieran unos la Obertura, fina y gallarda; otros la sutil gentileza de las Danzas cortesanas; otros el ámbito aéreo de la Arietta lírica, donde hay pasajes de cuerdas y metales que suenan más cerca de Brahms[3] que de Falla; otros, en fin, las fulminantes Bulerías, llenas de fuego y cifra en la sugestión de lo telúrico: página orquestal inolvidable. Sobre todo ello, queda el gesto luminoso del compositor, que nos enseña a vencer los gesticulantes demonios de la sucesión por el baño lustral en el estilo, en las aguas sagradas, aunque sean humildes, de lo histórico viviente, de lo que se libra de la pesadumbre y el vacío.

     Después de oír el Homenaje, si alguien nos dice que este es un músico español, le contestamos que también hay una América en España, un sueño español de la América, y que, por eso, y no por azar, España nos descubrió. Y que su formación poética, tan decisiva para él como su formación musical, es cubana.[4] Y a los puntillosos nacionalistas, a los que parecen buscar “lo cubano” en relieve por la especificación y no por la irradiación de sus elementos, habrá que decirles que lo nuestro, en buena medida, es el ser como lejanía, como nostalgia, como deseo y transfiguraciones.

     Aún no tenemos inmediatez, presente ni presencia disfrutables, y quizás nuestro destino esté en el sentido poético de la realización por la metáfora, en la fiesta y extrañeza de lo que somos y no somos. Quizás lo nuestro no sea un sí y un no, sino, esencialmente, lo otro, lo cultural inapresable, la nostalgia y la esperanza de todos. Nacimos como el sueño de alguien; soñamos ahora lo que nos engendró y nos impulsa, suspendidos en un extraño tiempo insular, intrahistórico, entre la memoria y el futuro.

     Cuando se conozcan el Cuarteto —que sale del vivaz Preludio y toccata para guitarra— y la Misa de gloria de Julián Orbón, se comprenderá con plenitud, después de haber oído el cristalino Homenaje, su modo conmovedor de plantear y resolver estas cuestiones, rebasando el plano del oficio para sugerir todo un estilo de contemplación creadora en la cultura, un eros musical e intelectual de participaciones metafóricas, que estimamos como uno de los hallazgos fundamentales de esta generación.

Cintio Vitier

[Diario de la Marina, La Habana, 15 febrero de 1953, p. 4].

Tomado de Crítica 2. Obras 4, prólogo de Enrique Saínz, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2001, pp. 173-176. (Crítica sucesiva, La Habana, Editorial Contemporánea, 1971, pp. 230-234; y Pauta. Cuadernos de teoría y crítica musical, México, D. F., enero-marzo de 1987, vol. VI, no. 21, pp. 40-43). 

 Otros textos relacionados:

  • Cintio Vitier: “Orígenesen la música: tres notas sobre Julián Orbón”, Unión, La Habana, enero-marzo de 1995, pp. 53-57.
  • Cintio Vitier: “Julián Orbón: música y razón”, La Gaceta de Cuba, La Habana, mayo-junio de 1997, pp. 18-19. (Presentación del estreno en Cuba de Tres versiones sinfónicas, Sala Avellaneda del Teatro Nacional, 16 de marzo de 1997).
  • José Lezama Lima: “De Orígenes a Julián Orbón”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, Úcar García, s.a., 1955, año XII, no. 37, pp. 59-62.
  • Alejo Carpentier: “Julián Orbón”(1945), “Orbón, premio Landaeta” (1954) y “Tres versiones sinfónicas de Julián Orbón” (1955), La música en Cuba. Temas de la lira y del bongó, prólogo de Graciela Pogolotti y selección de Radamés Giro, La Habana, Ediciones Museo de la Música, 2012, pp. 235-238, 635-636 y 637-638, respectivamente.
  • Alejo Carpentier: Diario (1951-1957), introducción de Armando Raggi, con notas de Armando Raggi y Rafael Rodríguez, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2013, pp. 98, 111 y 147-148.
  • Mario Lavista: “[Julián Orbón]”, Cuadernos de teoría y crítica musical, México, D. F., enero-marzo de 1987, vol. VI, no. 21, p. 4.
  • Gina Picart Baluja: “Julián Orbón, la música inocente”, Clave, La Habana, Instituto Cubano del Libro, 2001.
  • Ana V. Casanova: “Julián Orbón y el silencio del exilio”, Espacio Laical, La Habana, no. 2, 2016.
  • José Sánchez Guerra: “Cantos a Guantánamo. La Guantanamera”, Revista de la Sociedad Cultural José Martí, La Habana, mayo-agosto de 2017, no. 50, pp. 21-26.

Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1]  Julián Orbón: “Y murió en Alta Gracia”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, invierno de 1946, año III, no. 12, pp. 14-18.

[2]  Véase Julián Orbón: “Las tonadillas”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, verano de 1946, año III, no. 10, pp. 23-28.

[3]  “El músico que logre ser un Brahms español, con un idioma que responda a nuestra sensibilidad, de hoy […] habrá dado con la clave del problema”. Julián Orbón. [Alejo Carpentier: “Julián Orbón” (1945), La música en Cuba. Temas de la lira y del bongó, prólogo de Graciela Pogolotti y selección de Radamés Giro, La Habana, Ediciones Museo de la Música, 2012, p. 235.

[4]  “Ya los Versos sencillos, por obra y gracia de Julián Orbón, también mestizo cubano español, habían entrado en el insondable son de la Guantanamera, retornando al pueblo de donde surgieron en el pecho más que en la pluma de José Martí”. (Cintio Vitier: “El Ismaelillo de Teresita”, Anuario Martiano, La Habana, Sala Martí de la Biblioteca Nacional, 1970, no. 2, p. 574).

“[…] Lo que hemos querido señalar es el aire anónimo, popular, del arranque de los Versos sencillos, y su tono de concentración sentenciosa que tan bien se aviene con el molde musical de la tonada americana. Experiencia inolvidable, verdadera iluminación poética, la de oír a Julián Orbón cantar con la música de La Guantanamera, esas estrofas donde Martí alcanza, en su propio centro, las esencias del pueblo eterno”. (Cintio Vitier: “Séptima lección. El arribo a la plenitud del espíritu. La integración poética de Martí”, Lo cubano en la poesía (1958), en Lo cubano en la poesía. Edición definitiva, prólogo de Abel Prieto, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1998, p. 185).