EL PUENTE DE BROOKLYN
Palpita en estos días más generosamente la sangre en las venas de los asombrados y alegres neoyorquinos: parece que ha caído una corona sobre la ciudad, y que cada habitante la siente puesta sobre su cabeza: afluye a las avenidas, camino de la margen del Río Este,[1] muchedumbre premiosa, que lleva el paso de quien va a ver maravilla:—y es que en piedra y acero se levanta la que fue un día línea ligera en la punta del lápiz de un constructor atrevido; y tras de quince años de labores, se alcanzan al fin, por un puente colgante de 3 455 pies,[2] Brooklyn y New York.
El día 7 de junio de 1870 comenzaban a limpiar el espacio en que había de alzarse, a sustentar la magna fábrica, la torre de Brooklyn: el día 24 de mayo de 1883 se abrió al público, tendido firmemente entre sus dos torres, que parecen pirámides egipcias adelgazadas, este puente de cinco anchas vías por donde hoy se precipitan, amontonados y jadeantes, cien mil hombres del alba a la media noche.—Viendo aglomerarse, a hormiguear velozmente por sobre la sierpe aérea, tan apretada, vasta, limpia, siempre creciente muchedumbre,—imagínase ver sentada en mitad del cielo, con la cabeza radiante entrándose por su cumbre, y con las manos blancas, grandes como águilas, abiertas en signo de paz sobre la tierra,—a la Libertad, que en esta ciudad ha dado tal hija. La Libertad es la madre del mundo nuevo,—que alborea. Y parece como que su sol se levanta por sobre estas dos torres.[3]
De la mano tomamos a los lectores de La América, y los traemos a ver de cerca, en su superficie, que se destaca limpiamente en medio del cielo; en sus cimientos, que muerden la roca en el fondo del río; en sus entrañas, que resguardan y amparan del tiempo y del desgaste moles inmensas, de una margen y otra,—este puente colgante de Brooklyn, entre cuyas paredes altísimas de cuerdas de alambre, suspensas—como de diente de un mamut que hubiera podido de una hozada desquiciar un monte—de cuatro cables luengos, paralelos y ciclópeos,—se apiñan hoy como entre tajos vecinos del tope a lo hondo en el corazón de una montaña, hebreos de perfil agudo y ojos ávidos, irlandeses joviales, alemanes carnosos y recios, escoceses sonrosados y fornidos, húngaros bellos, negros lujosos, rusos—de ojos que queman, noruegos de pelo rojo, japoneses elegantes, enjutos e indiferentes chinos.—El chino es el hijo infeliz del mundo antiguo:—así estruja a los hombres el despotismo: como gusanos en cuba, se revuelcan sus siervos entre los vicios. Estatuas talladas en fango parecen los hijos de sociedades despóticas.—No son sus vidas pebeteros de incienso:—sino infecto humo de opio.
Y los creadores de este puente, y los que lo mantienen, y los que lo cruzan,—parecen, salvo el excesivo amor a la riqueza que como un gusano les roe la magna entraña, hombres tallados en granito,—como el puente.—Allá va la estructura! Arranca del lado de New York, de debajo de mole solemne que cae sobre su raíz con pesadumbre de 120 000 000 de libras;[4] sálese del formidable engaste a 930 pies[5] de distancia de la torre, al aire suelto; éntrase, suspensa de los cables que por encima de las torres de 2761 ⅓ pies[6] de alto cuelgan, por en medio de estas torres pelásgicas, que por donde cruza el puente miden 118 pies[7] sobre el nivel de la pleamar, encúmbrase a la mitad de su carrera, a juntarse, a los 135 pies[8] de elevación sobre el río, con los cables que desde el tope de la torre en solemne y gallarda curva bajan; desciende, a par que el cable se remonta al tope de la torre de Brooklyn,—hasta el pie de los arcos de la torre, donde esta, como la de New York, alcanza a 118 pies; y reentra, por sobre el aire con toda su formidable encajería deslizándose, en el engaste de Brooklyn, que con mole de piedra igual a la de New York, sajado el seno por nobles y hondos arcos, sujeta la otra raíz del cable. Y cuando sobre sus cuatro planchas de acero, sepultadas bajo cada una de las moles de arranque, mueren los cuatro cables de que el puente pende, han salvado, de una ribera del Río Este a la otra, 3 578 pies.[9]—Oh! broche digno de estas dos ciudades maravilladoras! Oh! guión de hierro—de estas dos palabras del Nuevo Evangelio!
Llamemos a las puertas de la estación de New York.[10] Millares de hombres, agolpados a la puerta central nos impiden el paso. Levántanse por entre la muchedumbre, cubiertas de su cachucha azul humilde, las cabezas eminentes de los policías de la ciudad, que ordenan la turba. A nuestra derecha, por la vía de los carruajes, entran carretas que llevan trozos de paredes y columnas; carros rojos del correo, henchidos de cartas; carrillos menguados, de latas de leche; coches suntuosos, llenos de ricas damas; mozos burdos, que montan en pelo, entre rimeros de arneses, sobre caballos de carga que en poco ceden al troyano; y lindos mozos, que en nerviosos corceles revolotean en torno de los coches. Ya la turba cede: dejamos sobre el mostrador de la casilla de entrada, un centavo, que es el precio del pasaje: se ven apenas, desde la estación de New York, las colosales torres: zumban sobre nuestra cabeza, golpeando en los rieles de la estación del ferrocarril aún no acabado, que ha de cruzar el puente, martillos ponderosos; empujados por la muchedumbre, ascendemos de prisa la fábrica de amarre de este lado del puente. Ante nosotros se abren cinco vías, sobre la mampostería robusta comenzadas: las dos de los bordes son para caballos y carruajes; las dos interiores inmediatas, entre las cuales se levanta la de los viandantes, son las de ida y venida del ferrocarril, cuyos amplios vagones reposan a la entrada: como a los 700 ps.[11] la mampostería cesa, y empieza el puente colgante, que los cuatro cables paralelos suspenden, trabados a los eslabones de hierro, que cual inmenso alfanje encorvado con la punta sobre la tierra, atraviesan la mampostería, como si tuviera el mango al río y el extremo a la ciudad, hasta anclar en el fondo de la fábrica. Ya no es el suelo de piedra, sino de madera, por bajo de cuyas junturas se ven pasar, como veloces recaderos y monstruos menores, los trenes del ferrocarril elevado, que corren a lo largo de esta margen del río—a diestra y a siniestra. Y por debajo de nuestros pies, todo es tejido, red, blonda de acero; las barras de acero se entrelazan en el pavimento y las paredes que dividen sus cinco anchas vías, con gracia, ligereza y delgadez de hilos: ante nosotros se van levantando, como cortinaje de invisible tela surcada por luengas fajas blancas, las cuatro paredes de tirantes que cuelgan de los cuatro cables corvos. Parecen los dos arcos poderosos, abiertos en la parte alta de la torre, como las puertas de un mundo grandioso, que alegra el espíritu; se sienten, en presencia de aquel gigantesco sustentáculo, sumisiones de agradecimiento, consejos de majestad, y como si en lo interior de nuestra mente, religiosamente conmovida, se levantasen cumbres. El camino de los pedestres, ya bajo la torre, se abre al pie del muro que divide los dos arcos; lo ciñe en cuadro; vuelve a juntarse, entre la colosal alambrería que en calles aparejadas, colgada de los cuatro cables gruesos, desciende en largas trenzas, altas como agujas de iglesia gótica junto a la torre, más cortas a medida que la curva baja hacia el centro del puente; y al fin, en el centro, a nivel de este. Y el puente,—encumbrado en su mitad a 135 pies,[12] para que por bajo él, sin despuntar sus mástiles ni enredar sus gallardetes, pasen los buques más altos,—comienza a descender, en el grado mismo en que su mitad primera asciende: la imponente cordelería, que antes bajaba, ahora en curva revertida, se encumbra a la cima de la segunda torre: el camino, al pie de esta, se reabre en cuadro, como al pie de la torre de New York, y se recoge: bajo de sus planchas de acero silban vapores, humean chimeneas, se desbordan las muchedumbres que van y vienen en los añejos vaporcillos, se descargan lanchas, se amarran buques: la calzada de acero, cargada de gente, se entra al cabo por la de mampostería que lleva al dorso la fábrica de amarre de Brooklyn, que, sobre sus arcadas que parecen montañas vacías, se extiende, se encorva, sirve de techumbre a las calles del tránsito, bajo ellas semejantes a gigantescos túneles, y vierte al fin, en otra estación de hierro, a regarse hervorosa y bullente por las calles, la turba que nos venía empujando desde New York, entre algazara, asombros, chistes, genialidades y canciones. Regocija lo inmenso.
Pero quedan siempre delante de los ojos, como zapadores del Universo por venir, que van abriendo el camino a los hombres que avanzan, aquellos cuatro colosales boas, aquellos cuatro cables paralelos, gruesos y blancos, que, como serpiente en hora de apetito, se desenroscan y alzan el silbante cuerpo de un lado del río, levántanse a heroica altura, tiéndense sobre pilares soberanos por encima del agua, y van a caer del lado opuesto.—Y parece que los pies quedan pisando aquella armazón que semeja de lejos sutil superficie, y como lengua de hormiguero monstruoso; y es de cerca urdimbre cerradísima, que a los cables solo fía su sustentamiento, y a las cuerdas de acero que en forma de abanico bajan en cuatro paredes, cruzándose con las de tirantes verticales de cada uno de los lados de las torres.—Y se mecen, a manera de boas satisfechos,—sobre la plancha cóncava en que en el agujero en que atraviesan lo alto de las torres descansan sobre ruedas,—los cuatro grandes cables, como alambres de una lira poderosa, digna al cabo de los hombres, que empieza a entonar ahora sus cantos!
Mas ¿cómo anclaron en la tierra esos mágicos cables? Cómo surgieron de las aguas, con su manto de trenzas de acero, esas esbeltas torres? Cómo se trabó la armazón recia sobre que pasean ahora a la vez, cual por sobre calzada abierta en roca, cinco millares de hombres, y locomotoras, y carruajes, y carros? Cómo se levantan en el aire, susurrando apenas, cual fibra de cañas al viento, esas fábricas que pesan 8 120 toneladas?[13] Y los cables ¿cómo, si pesan tanto de suyo, sustentan el resto de esa pesadumbre portentosa?
Pues esos cables, como un árbol por sus raíces, están sujetos en anclas planas, por masas que ni en Tebas[14] ni en acrópolis alguna hubo mayores: esas torres, se yerguen sobre cajones de madera que fondo arriba fueron conducidos, con los cimientos de la torre al dorso, hasta la roca dura, 78 pies[15] más abajo de la superficie del agua: y esos cables, no abaten con sus cuerdas ponderosas las torres corpulentas, sino que del repartimiento oportuno de sus hilos y la resistencia, apenas calculable, que le viene de sus amarras, soporta la colgante estructura, y cuanto el tráfico de siglos, con su soplo febril, eche sobre ella.
Y ¿qué raíz ha podido asegurar a tierra esa gigante trabazón, pasmo de los ojos, y burla del aire? ¿qué aguja ha podido coser ordenadamente esos hilos de acero, de 15 ¼ pulgadas[16] de diámetro, y en los extremos anudarlos? ¿quién tendió de torre a torre, sobre 1 596 pies[17] de anchura, el primer hilo, 5 000 hilos, 14 000 millas[18] de hilo? ¿quién sacó el agua de sus dominios, y cabalgó sobre el aire, y dio al hombre alas?
Levanten con los ojos los lectores de La América las grandes fábricas de amarre que rematan el puente de un lado y de otro. Murallas son que cerrarían el paso al Nilo, de dura y blanca piedra, que a 90 pies[19] de la marea alta se encumbran: son muros casi cúbicos, que de frente miden 119 pies[20] y 132[21] de lado, y con su enorme peso agobian estas que ahora veremos,—cuatro cadenas que sujetan, con 36 garras cada una, los cuatro cables. Allá en el fondo, del lado de atrás más lejano del río, yacen, rematadas por delgados dientes, como cuerpo de pulpo por sus múltiples brazos, o como estrellas de radios de corva punta, cuatro planchas de 46 000 libras[22] de peso cada una, que tienen de superficie 16½ pies por 17½,[23] y reúnen sus radios delgados en la masa compacta del centro, de 2½ pies[24] de espesor, donde a través de dieciocho orificios oblongos, colocadas en dos filas de a 9 paralelas, cruzan dieciocho eslabones, por cuyos anchos ojos de remate, que en doble hilera quedan debajo de la plancha, pasan fortísimas barras, de 7 pies[25] de largo, enclavadas en dos ranuras semicilíndricas abiertas en la base de la plancha.—Tales son de cada lado los dientes del puente.—En torno de los 18 eslabones primeros, que quedaron en pie, como lanzas de 12½ pies,[26] rematadas en ojo en vez de astas, esperando a soldados no nacidos, amontonaron los cuadros de granito, que parecían trozos de monte, y a la par que iban sujetando los eslabones por pasadores que atravesaban a la vez los 36 ojos de remate de cada 18 eslabones contiguos, trenzados como cuando se trenzan los dedos de las manos,—y que a quedar sueltos hubieran girado unos sobre otros como sobre su eje común las dos alas de una bisagra,—inclinaban hacia el río, en la curva interior del alfanje, con la colocación de las piedras invencibles, cada doble hilera de eslabones nuevos, hasta que al avecinarse ya a la altura, por donde habían de entrar a enlazarse con la complicada cuádruple osamenta los cuatro cables, la doble hilera se duplica, las dos camas de eslabones se truecan en cuatro; las 18 barras son ya 36; los dos pasadores paralelos, que a tramos diversos e iguales, como anillos de serpiente chata que anda, han venido asegurando la doble cadena, se convierten en cuatro, y cada uno de estos pasadores, bastante a ser mástil de barco o columna de iglesia, sujeta a la vez, atravesando dieciocho ojos, los nueve en que rematan los eslabones de cada una de las cuatro hileras, y nueve ojos de nueve de los hilos de cada cable, que tiene diecinueve hilos, cada uno de los cuales se abre en dos a cada extremo para ajustar—como cuña entre las dos porciones del cuerpo que rompe,—entre los ojos de dos eslabones contiguos,—con lo que quedan por los cuatro mismos pasadores paralelos unidos en cuatro camas superpuestas e idénticas, los 36 extremos de cada cadena de anclaje y los 36 extremos de cada cable.—Esas cuatro dobles médulas de hierro, hasta 25 pies[27] de lo alto del muro que da al río, en que ya el cable entra en el muro, atraviesan esos dos cuerpos monstruosos de granito,—médulas que remata luego armazón intrincada de nervios de acero, por ser ley, que anuncia lo uno en lo alto, y lo eterno en lo análogo, que todo organismo que invente el hombre, y avasalle o fecunde la tierra, esté dispuesto a semejanza del hombre.—Parece como si en un hombre colosal hubiera de rematarse y concentrar toda la vida.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Río del Este.
[2] Aproximadamente, 1 km.
[3] Es interesante lo que al respecto señala Susana Rotker: “Leer este párrafo hoy puede parecer tan tranquilizador como las descripciones norteamericanas que comparan al puente con el progreso y con la democracia: a fin de cuentas, no luce incongruente que él aluda a la Estatua de la Libertad. Basta verificar algunas fechas para que la imagen de Martí comience a producir hoy una cierta incomodidad: ‘El puente de Brooklyn’ fue publicado en 1883 y la mencionada Estatua no solo no tiene las manos abiertas, como se sabe, sino que llegó a Nueva York en 1887”. [“Intérprete de dos mundos. Las crónicas de José Martí y la prensa norteamericana”, en José Martí: En los Estados Unidos. (Periodismo de 1881 a 1892), ed. crítica, Roberto Fernández Retamar y Pedro Pablo Rodríguez, coords., ALLCA XX, Colección Archivos de la UNESCO, 43, 2003, p. 1870. (N. del E. del sitio web)].
[4] Aproximadamente, 54 500 000 kg.
[5] Aproximadamente, 283 m.
[6] Aproximadamente, 842 m.
[7] Aproximadamente, 36 m.
[8] Aproximadamente, 41 m.
[9] Aproximadamente, 1 km.
[10] Estación de Ferrocarriles de Nueva York.
[11] Aproximadamente, 213 m.
[12] Aproximadamente, 41 m.
[13] Aproximadamente, 7 366 000 kg.
[14] Ciudad de la Antigua Grecia.
[15] Aproximadamente, 24 m.
[16] Aproximadamente, 40 cm.
[17] Aproximadamente, 486 m.
[18] Aproximadamente, 22 530 km.
[19] Aproximadamente, 27, 5 m.
[20] Aproximadamente, 36 m.
[21] Aproximadamente, 40 m.
[22] Aproximadamente, 20 865 kg.
[23] Aproximadamente, 26, 8 m2.
[24] Aproximadamente, 76 cm.
[25] Aproximadamente, 2 m.
[26] Aproximadamente, 3, 8 m.
[27] Aproximadamente, 7, 6 m.