EXHORTACIÓN

al uso general de la vacuna

(Havana 27 de enero de 1806)

¡Cuán sensible nos es, amados fieles, la necesidad de intimaros una obligación, con cuyo cumplimiento, sin costaros nada ni aventurar nada, conseguiríais las mayores ventajas para la conservación de vuestra familia! ¡Qué descuido tan lamentable el vuestro, de no aprovechar las ocasiones, o de no solicitar las que fácilmente se os presentan, de preservar de una cruel y mortífera enfermedad a vuestros hijos y domésticos, de salvarles la vida, librarlos de la muerte, o a lo menos de unas consecuencias que los hacen continuamente desgraciados de mil maneras! ¿Se podría creer que fuese necesario interesar la religión que profesáis, para que libráseis de un incendio general, de un huracán destructor, que abrasen y arrastrasen a vuestra vista los objetos más tiernos de vuestro corazón, o los de vuestro mayor interés? Y siendo esto así, como en verdad lo es, ¿qué nos quedaría que esperar de vosotros (si por una observación de hechos incomprensibles que nos consuela, no viésemos algo de lo contrario) sobre el desempeño de aquellos deberes cristianos que exigen sacrificios, penalidades y trabajos?

     ¿Qué frutos podríamos prometernos de nuestras persuasiones y de la de los ministros, nuestros cooperadores, en la materia en que es menester hacerse violencia contra la fuerza dominante de las pasiones, si se os ve ser sordos e indolentes en las que con solo querer, con solo prestarse a los sentimientos naturales de humanidad, de amor y de utilidad propia, haríais un bien incomparable a vuestros más allegados y queridos? Os veo con inquietud aguardando la aplicación de mis reflexiones al asunto de que me propongo hablaros: y acaso por el pronto oiréis con una fría sorpresa que os quiero hablar del saludable preservativo de la vacuna. Sí, fieles míos, de la vacuna; de este don del cielo hecho a la humanidad; de este tan admirable como fácil remedio, que hallado por una feliz casualidad, proclamado por todos los médicos sensatos de la Europa, de estos dominios y de todas partes, acreditado, y aún canonizado, digámoslo así, por una experiencia continuada; y adoptado por todas las naciones civilizadas, ha venido a ser, no solo un dique impenetrable, contra el torrente devastador de las viruelas, sino una fuerza casi mágica y universal, que neutralizando en cada individuo de la especie humano el virus venenoso que parece infeccionarla desde su concepción, como el pecado original, lo hará al fin desaparecer de la faz de la tierra. A esto se dirigen los redoblados conatos de los soberanos en los cuales se ha señalado singularmente nuestro benéfico Monarca, enviando una costosa expedición a estas remotas regiones de su imperio, para comunicar y propagar tan precioso hallazgo.

     A esto conspiran los escritos en la materia, de todos los sabios y celosos facultativos, y lejos de poder desentendernos de tomar parte activa en lo mismo, los que parece estamos solo destinados a procurar la salud espiritual de los hombres, debemos por el mismo principio (y porque así nos lo encarga el soberano, y lo practican nuestros cohermanos) contribuir con todas nuestras fuerzas a aumentar la corporal, y disminuir los males que se le oponen, así físicos como más especialmente los morales.

     Nacen estos de falta de conocimiento de su mayor interés en muchos; de cierta indiferencia e indolencia en algunos, y de obstinación y mala fe en otros que aunque pocos, o por mejor decir raros, acrecientan más el daño, o con sus pérfidas insinuaciones, o con sus abiertas invectivas, con las cuales retraen del uso de la vacuna, aún a los que se hallan en las mejores disposiciones de introducirla en su familia.

     Los primeros merecen toda compasión, y alguna disculpa; pero no entera, como lo querrían los que contemporizan demasiado con las pasiones paternales, que aunque inocentes y condonables a la naturaleza, no lo son, llevadas al exceso, y de modo que contraríen el interés propio, y al general de la sociedad. El amor paternal, dicen, es el más profundo y vivo sentimiento de la naturaleza, y por eso no sabe calcular. Su fuerza y vehemencia ofuscan la reflexión, que además es sofocada por un instinto involuntario; y si por ventura alguna vez vencen las razones, persuadiendo que el temor es sin fundamento, otros nuevos movimientos involuntarios inspiran de nuevo la desconfianza, y hacen recaer a los padres en las mismas dudas e indecisiones que al principio.  ¿Por qué no hemos de admirar, pues, de que los padres duden, deliberen, y queden indecisos en estos casos? Así hablaban los que por una mal entendida condescendencia, a favor de tales sentimientos naturales, debilitan los derechos de la razón en el tiempo en que hubo acaloradas disputas sobre la inoculación de las viruelas, sus ventajas, o sus pérdidas. ¡Pero qué inmensa distancia de unas a otras, entre la inoculación y la vacuna! Y si las objeciones de todo género, físicas, morales, y teológicas fueron destruidas en aquel tiempo, ya parece que no había necesidad de fatigarse sobre las que reproducidas ahora débilmente acerca de la vacuna, solo podrían hacer impresión en los débiles y en los escasos de discernimiento. Pero siendo estos particularmente a quienes se dirige nuestra exhortación, nos detendremos algún tanto en refutar el razonamiento indicado a favor de los padres, y en apartar la diferencia entre inoculación y la vacuna.

     Así pues, los sentimientos que se llaman de la naturaleza no son razonables sino cuando se conforman con sus leyes, con las de su autor, y la nuestra santa religión; ni el amor de los padres a sus hijos será justo si no templado y moderado por lo que aquellas prescriben, conforme al verdadero interés propio y al de la sociedad en general. Y si el amor que por excesivo no sabe calcular sus sólidos intereses fuera disculpable, lo serían gradualmente más las pasiones más fuertes, según que fuesen más extremadas, por la mayor dificultad de que la razón se deje escuchar en medio de ellas. Tales son las absurdas y funestas consecuencias de contemplar demasiado los que se llaman sentimientos paternales sin discernirlos bastantemente. Y si en la época de la inoculación se podían aplicar estas reflexiones ¿cuánto más adaptables no serán en la presente, a la inocente vacuna? Porque aquella, sin embargo, de ser útil preservativo de la viruela, tenía al fin algunos aspectos no tan lisonjeros: pero esta no ofrece sino seguridad en sus efectos, sencillez en su método, y facilidad en emplearlo, dejando entrever, además, con gusto a los facultativos, ciertas esperanzas de que este preservativo de las viruelas lo es verosímilmente de otras diferentes enfermedades.

     Siendo esto así, como se conviene generalmente ¿con qué derecho pueden los padres negarse o desentenderse de procurar por todos los medios la vacunación a todos sus hijos y familia? Antes bien, ¿no lo tendrán estos, si privados de ella perecieren por la viruela, a quejarse dolorosa y amargamente de sus padres, que de puro amor los hubiese conducido al sepulcro? Parécenos que oímos a estas inocentes víctimas de la preocupación y falso querer, constituidos en los últimos períodos de su efímera carrera, pronunciar con sus lenguas débiles y balbucientes estas amorosas y tiernas reconvenciones: ¿Por qué padre amado? ¿por qué madre querida, me habéis amado y querido tanto, de esa manera en daño vuestro y mío? Si yo era vuestras delicias, y vuestro consuelo, y esperábais o imaginábais, a lo menos de antemano, que en robustos y dichosos días fuese el apoyo de la casa y finalmente la honra de vuestras respetables canas; ¿por qué no me habéis librado de esta lastimosa situación y de la próxima muerte que veo rodear esta desconsolada cuna? Si lo hacíais por el amor que me teníais ¿no era amarme verdaderamente el hacerme un ligero rasguño, que hubiera llorado un minuto y causarme una pequeña incomodidad, que yo no hubiera así sentido, que exponerme a un mal casi cierto y terrible de que ya no puedo escapar? Este era el interés verdadero de vuestro amor, igualmente que de su objeto, y el orden de graduación de bienes es el que debía haber arreglado. Aún habéis tal vez privado al suelo natal, a la patria, de un útil, y acaso de un ilustre ciudadano… Después de haberos privado de mí para siempre… Ya este mal, que mi ternura os perdona, no tiene remedio… Pero decid a lo menos, para repararlo en lo posible, decid a vuestros vecinos y amigos que no hagan lo mismo con sus hijos allegados… decidles… Así nos imaginamos que daría el último aliento esta pobre criatura, igualmente que todos sus semejantes.

     La segunda clase de persona que no se prestan al uso de este preservativo son las que o por no haber tenido ocasión de oír nada sólido sobre la materia o por haber entreoído que es voluntaria enfermedad, u otra desventajosa, quedan indiferentes, aumentándose su indolencia, por su natural dejadez, o por la distancia y pobreza, o por otras circunstancias que dificultan el conseguirlo, y amortiguan y apagan sus tal vez nacientes deseos. En este caso se hallan particularmente las familias diseminadas por los campos, fuera de poblado, y con casi ninguna comunicación, y algunas también aunque menos, en los pueblos pequeños. Esta clase de gentes merece toda nuestra atención y nuestros cuidados; y necesita no menos de nuestros socorros que de nuestras persuasiones, a las cuales, por sencillas que sean, según corresponde, lo hallaremos dóciles y mañeros. No le diremos, pues, sobre lo que llevamos dicho sino que no es una enfermedad la vacunación, y sí, por el contrario un remedio de la más cruel y mortífera: que sería lastimosa locura no adoptar un ligero mal, o por mejor decir, una leve incomodidad, para librarse de uno muy grande; que en su sencillez, poco costo y ningún peligro aventaja sin comparación al más mínimo de otros remedios como sangrías, purgantes, vomitivos, etc., y sí hay obligación de ocurrir con estos a las enfermedades que se presentan, o que se temen, sin embargo de la mayor alteración y de los males que muchas veces causan estos mismos remedios ¿cuánto más la habrá de aplicar un puro preservativo que nunca, o solo por accidentes raros y extraños a él, ha causado alguno?

     Mas en cuanto a los socorros o medios de proporcionarse este preservativo, nos proponemos y ofrecemos enviar asalariados a nuestra expensa, en una temporada cada año, a la iglesia o lugares del campo, un facultativo con el fluido vacuno, para que acudiendo a ellos todos los feligreses respectivos con sus hijos y familias, lo reciban con mayor fe: suplicamos a los curas párrocos, acojan con hospitalidad a este facultativo después de haber persuadido a sus feligreses, con las razones que crean añadir a las nuestras, la obligación de aprovecharse de este beneficio.

     La hay sin duda alguna: porque si el autor de la vida y de nuestro ser nos manda su conservación y el uso de los medios, aún difíciles y dolorosos y de algún peligro, mucho más de los fáciles, cómodos y de ningún riesgo. Y si no, ¿qué se diría del que no quisiese sangrarse o tomar un purgante, por desagradable, o la quina, por amarga, en una peste o epidemia general, cuando el común de los médicos afirmase que era un medio seguro, o más que probable, y el único de librarse de ella? Pues estos son nuestros guías en lo físico y en la parte de la conservación de la salud, a quienes no se puede contrariar sin temeridad por el común de los hombres; así como los maestros de la moral y de la religión son los guías de las costumbres y sus reguladores, a quienes no se puede despreciar sin demasiado orgullo o vana presunción.

     A los primeros corresponde, pues, dirigir, después de estar asegurados, como lo están de la bondad de método y de sus efectos, las operaciones en la materia, de los padres de familia y amos, y de los que presiden al Gobierno, para hacer en ella justos reglamentos, y después a los segundos estimular y estrechar sin temores ni escrúpulos vanos los deberes de todos para su ejecución.

     Desconfiad, pues, de los singulares y falsos discurridores de ambas clases, que abusando unos y otros de la influencia que tienen sobre nuestra doble salud, os quieren retraer de tan saludable uso, predicándoos lo contrario de lo que os debieran predicar, conforme a la sana medicina y a la más sana moral evangélica. Y estos son la tercera especie de obstáculos, a quienes no podemos tratar de convencer ni persuadir, puesto que no son susceptibles de nuestros sencillos razonamientos y deseos por falta de una posición sincera y de buena fe, necesaria, contentándonos con compadecernos, y con rogarles cuan encarecidamente podemos, mediten algún tanto sobre su responsabilidad en impedir tamaños bienes.

     Creed, pues, a los sabios de todas las naciones, a los soberanos que han expedido sus órdenes a este intento, y a sus vice-gerentes, a los prelados ilustrados, y en fin, aunque no merece este nombre, al vuestro, que os habla desde esta silla destinada a decir las verdades que crea conducir a vuestro bien espiritual y temporal. Tal es, no lo dudéis, la obligación de procurar a vuestros hijos, y a todos los que pendan de vosotros, el saludable preservativo de una peste mortífera como la viruela. Acudid, según podáis, a los facultativos que lo tengan o a la Junta Central de la Vacuna de esta ciudad y Sociedad Patriótica, que nos ha rogado que en razón de nuestro ministerio os hagamos esta exhortación para desterrar vuestros errores, y despertaréis del sueño de la indolencia en que se os ve, imitad a la mayor parte de los padres de familia que ya en todas, y en esta capital van adoptando cuidadosamente, y sin dudar, este precioso método: y cumpliendo así con las obligaciones de buenos cristianos y razonables patricios, de juiciosos padres y amos sensatos, cogeréis el fruto de vuestra docilidad, mereceréis justas alabanzas; y haciendo un gran bien a vuestra familia y al Estado, complaceréis sobremanera a quien os ama en el Señor y os da su santa bendición.

     Havana 27 de enero de 1806
     Juan Joseph Obispo de la Havana.

Tomado de Obispo de Espada. Papeles, ensayo introductorio (“Hacia una interpretación del obispo de Espada y su influencia en la sociedad y el pensamiento cubanos”), selección y notas de Eduardo Torres-Cuevas, La Habana, Ediciones Imagen Contemporánea, 1999, pp. 201-205.