A LA MEMORIA DEL DOCTOR DON JOSÉ

AGUSTÍN CABALLERO

(Diario de la Habana,
abril 20 de 1835).

 Non est inventus similis illi.[1]

Habaneros:

Ha muerto el doctor don José Agustín Caballero, y sobre su tumba llora la patria a uno de sus hijos esclarecidos; lamentan las letras el príncipe de sus cultivadores en nuestro suelo; clama el Colegio de San Carlos por una de sus columnas fundamentales; derraman lágrimas a raudales la sangre, la amistad y el respeto; y la diosa de la elocuencia, reclinando su cabeza desmadejada, se envuelve en luto y en llanto eterno; en pos de ella vienen abrazadas la orfandad, la viudez y la mendicidad, clamando en acento desacompasado por su más firme y más constante apoyo; y por entre este clamor universal levanta sus ayes lastimeros la inconsolable hija de Sión, al ver apagada para siempre aquella misma antorcha que tantas veces la ilustró con el fulgor de su palabra y de su ejemplo.

     ¿Quién será parte a medir todo el tamaño de su pérdida? ¿Quién será capaz de hacer justicia al mérito de tanto y tan grave varón, reduciendo al estrecho círculo de una sencilla nota necrológica el espacio de una larga vida, exclusivamente consagrada a la cultura de la ciencia y de la virtud? Crece la dificultad del necrologista para con los jóvenes de la nueva generación, cuya mayor parte acaso no conoce a nuestro personaje más que por la voz de la fama, así por la circunstancia de haber escaseado sobremanera los ejemplares de sus principales producciones, cuanto porque la edad y achaques consiguientes, si bien no le habían sustraído del todo de la escena pública, no le dejaban empero agitarse sino en una esfera forzosamente más reducida y menos visible. En tal estrecho, yo no seguiré un orden rigurosamente cronológico, ni tampoco entraré de lleno en el asunto: me ceñiré tan solo  a formar una especie de índice de aquellos rasgos que, a mi ver, caracterizaban a este hijo predilecto de América, como escritor, como eclesiástico, como patriota y, sobre todo, como hombre para que, cotejado mi retrato con su original por los coetáneos y los mayores, a ley de testigos oculares, puedan informar a los postreros hasta qué punto se acercan o se apartan mis pinceladas de aquella verdad simple, desnuda e ingenua, ídolo eterno del Néstor literario de Cuba.

     Solo para darle a conocer débilmente como escritor, sería necesario hacer el análisis circunstanciado de sus varias obras; porque el panegirista de Colón, amados compatriotas, poseía en grado eminente, a manera de Tulio su modelo, todas las diversas clases de estilo con los matices y gracias peculiares, desde el dulce abandono de la correspondencia epistolar hasta los sublimes arrebatos de la oración fúnebre. Yo no sé si después de Bossuet ha resonado por las bóvedas del templo santo una voz más elocuente que la del orador sagrado de la Habana, cuando se trasladaron al seno de nuestra patria las reliquias del gran descubridor. Yo no he visto jamás una composición que fuese más conforme al espíritu de la elocuencia del púlpito; jamás oí hombre más empapado en el rocío fertilizador de las sagradas letras; no hay frase ni pasaje donde no resalte el gusto acendrado, el alma tierna y sublime, la maestría consumada del orador. El mismo obispo de Meaux no se hubiera desdeñado de pronunciar el sermón sobre aquellos huesos venerables. ¿Qué rasgo fue nunca más elocuente? (y al llegar aquí siento en el alma que la sangre del orador también circula por mis venas, porque ella desautoriza mis palabras). ¿Qué rasgo fue nunca más vehemente ni más sublime que aquel apóstrofe inmortal al grande almirante de las Indias, “sumido en el sueño augusto de la muerte, para que se levantara a reclamar sus derechos violados, sus méritos desatendidos y sus trabajos premiados en ajena cabeza”? Este sermón aseguró para siempre en las manos de Caballero la palma de la elocuencia sagrada, no solo en el término de nuestra Isla, sino por todos los ámbitos de la monarquía castellana. Pero si bien es generalmente conocido, a los unos de hecho y a los otros por fama, como el Bossuet de nuestra patria, no lo es todavía en tanto grado como uno de los primeros, sino el primero entre los oradores profanos. Uno solo pudo dividir con él estos laureles recogidos en el campo. Bastaría citar, entre otros trabajos memorables el elogio del Excmo. Casas, que, aunque leído a la Sociedad Patriótica desde el año de 1801, no vio la luz pública hasta el de 1829, en las páginas del Observador Habanero, y esto a influjo de uno de sus recomendables editores, celoso depositario de todas las joyas que adornan nuestra corona cívica. Pero todavía no bastarían estas piezas, ni otras, que ellas solas le hubieran puesto al frente de nuestros oradores, como son la admirable oración fúnebre del obispo Candamo, el sermón de S. Ambrosio y S. Francisco de Sales &c., para formar idea exacta de su flexibilidad como escritor. Es necesario leer su correspondencia familiar y científica, sus opúsculos didácticos, sus consultas, sus disertaciones, sus artículos críticos de periódico, y hasta sus traducciones, para que podamos conocer la voz del maestro, que toma siempre el tono que cuadra al género de la composición. Una de sus obras donde más reluce este linaje de maestría es el elogio puramente académico que por sus labios consagró la Sociedad a su malogrado amigo don Nicolás Calvo. Aquí se vería cómo el mismo espléndido orador que encumbró las proezas poéticas del padre de los educandos y padre de la Sociedad, al referir los merecimientos de su maestro, de su amigo, del mejor de sus paisanos, sabe contener todo el fuego de su alma dentro de los límites que le están prescritos, y sin apelar a movimientos extraordinarios, en aquella su inimitable sencillez, alcanza un nuevo género de triunfo por sobre las mismas cadenas con que se trató de aprisionar su libre y ardiente fantasía. El elogio de don Nicolás Calvo tiene un no sé qué de simplicidad griega, que nos encanta y nos obliga a releerle, apenas lo habemos terminado. Yo me atrevo a pronosticar a cuantos llegaren a saborear las producciones de Caballero, que les entrará el vivo deseo de conservar, como nos acontece respecto de Jovellanos, hasta los más fugaces rasgos de su pluma. Tal era la singular precisión, la gracia especial y el aticismo castellano que adornaba cuanto salía de sus manos, y aquel laconismo peculiar, todo suyo en saberlo hermanar con la perspicuidad. En estos mismos escritos admitiríamos su profunda y varia erudición, no ya solo en materias teológicas (se hubiera hecho oír en la tribuna del mismo Tridentino), sino en toda especie de asuntos, y muy principalmente en la historia sagrada y profana, para cuyo estudio le franqueaba las puertas su exquisito conocimiento en las lenguas antiguas y modernas.

     Era insaciable la sed de nuestro erudito por adquirir toda especie de conocimientos; y en esto era como deben ser los sabios, un verdadero avaro que cuanto más poseía, tanto más deseaba atesorar. No se crea, empero, que yo trate de hacer el panegírico de aquella manía de erudición, que cifra su mérito en amontonar indistintamente así el salvado como el grano. No pertenecía a esta clase la que adornaba a nuestro Caballero; él sabía, mejor que nadie, que la verdadera ciencia no tanto se cifra en la cantidad como en la calidad de las cosas. La natural exactitud de su entendimiento era la espuela que le aguijaba a perseguir, digámoslo así, un punto o una cuestión, en todos tiempos y circunstancias, y aprovechando todas las coyunturas, mientras le parecía vislumbrar nubes que empañaran todavía el brillo de la verdad. Su grande respeto por ella y la natural austeridad de su razón le inspiraban aquella circunspección característica que descuella en todas las consultas y censuras. En ellas se echará de ver no solamente su familiaridad con todas las doctrinas teológicas y las disposiciones canónicas, sino hasta con las civiles y económicas que pudiesen tener el más lejano roce con el asunto. Todo ello debido a su constante práctica de beber en todas las fuentes posibles, así en las muertas como en las vivas. ¡Cuántas veces descendía hasta consultar a sus mismos discípulos sobre la inteligencia de algunos pasajes de los clásicos del Lacio, cuyo idioma divino constituía todas sus delicias, y de cuyas páginas de oro no alzaba sus manos ni noche ni día! Entonces llegué a conocer que la modestia es compañera tan inseparable de la verdadera ciencia, cuanto que en ella tiene el primero y más eficaz de los estímulos. Pero dejemos hablar al mismo Caballero en su lenguaje, no menos digno del teólogo que del filósofo cristiano, citación que hago con tanto más placer cuanto se contrae a una de aquellas efusiones epistolares en que se rebosa el corazón. Hállase al terminar la primera carta de una correspondencia teológica que llevó con un amigo israelita, a quien tuvo la suerte de convertir, digo mal, a quien logró atraer al gremio de la iglesia, no menos con la fuerza de su lógica, que con la dulzura irresistible de su caridad evangélica y el suave olor de sus costumbres.

     “Suscribo utroque pollice,[2] así dice, a lo que V. me escribe sobre la sabiduría fantástica de algunos sujetos: este vicio es tan chocante que, por lo regular, lleva el castigo en esta vida, como sucedió al abate con José II. El verdadero sabio es aquél que funda su sabiduría en el santo temor de Dios, sabe humillarse porque conoce es mucho más lo que ignora, y que lo que sabe lo ha recibido de Dios. Esta es la diferencia entre ciencia de la carne y ciencia de los santos: la primera fantástica, orgullosa y que infla, según escribió el Apóstol; la segunda verdadera, humilde y que abate a presencia de Dios y de los hombres. Tal es, amigo mío, la que yo busco, la que debemos solicitar los cristianos, la que nos enseñó Jesucristo, y la que pediré para V. en mis tibias oraciones. ¿Pediré bien? ¿Quiere V. pida para su alma lo que pido para la mía? Sí, la caridad me lo ordena; pero yo no sé si V. se halla en las disposiciones necesarias; yo no sé si nuestros dos entendimientos están bañados de una misma luz, si ellos profesan unas mismas verdades; yo quisiera, ¡ah, y con tanta vehemencia lo deseo!, quisiera que mi amigo D.* D.* derramara su corazón en mis manos, me manifestase los íntimos sentimientos de su alma; y yo entonces, o me facilitaría de nuestra hermandad, o trabajaría por acercar a mí al mejor de mis amigos, a quien amo”. Y yo quisiera, para honra nuestra y provecho de todos, más que para loor suyo, que se publicaran sus obras inéditas, y se reprimieran las ya publicadas.[3] Ese sería su mejor elogio como escritor, y el más útil para la juventud, así porque en los escritos de este ilustre habanero, cuya historia es la historia de nuestras ilustraciones, llevaría preciosas lecciones de moralidad y filosofía, cuanto porque tomaría las de buen gusto y castiza frase española, de cuyas dotes anda en suma necesidad.[4]


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1]“No hay nadie que se le parezca”. Varela hablaba del “incomparable” Caballero. (Roberto Agramonte.)

[2]“firmo y rubrico”; literalmente: “con los dos pulgares”.

[3]Cuando acabe de formar el catálogo de ellas, lo daré a luz, en la firme persuasión de que me lo agradecerán los amantes de nuestras cosas.—(N. de Luz).

En realidad, no lo hizo Luz, a pesar de lo cual tenemos el suficiente material para dar a conocer su obra. (Roberto Agramonte).

[4]Entre sus numerosos manuscritos puede presentarse como muestra de puro y fluido español su traducción del latín de la Historia de América, por Sepúlveda, y la interesante correspondencia de este con el famoso Melchor Cano. De paso advertiré que no se le escape ni el último escondrijo en la historia del Nuevo Mundo y en la de su país. Yo no he conocido quien sepa más ni mejor. (N. de Luz.)

La Historia de América, con introducción, en manuscrito la poseyó A. Zayas. No aparece entre los papeles donados a la Universidad. (Roberto Agramonte.)