EN NEW YORK PRIMER ENCUENTRO CON MARTÍ

[Fragmentos]

Una fría mañana de noviembre de 1891 el vapor que conducía desde la inmensa bahía de Samaná, en la República Dominicana, un grupo heterogéneo de viajeros —comerciantes, estudiantes y el holandés adiposo, representante de la compañía que por un empréstito abusivo habíase apoderado de las aduanas dominicanas— deslizábase en las tranquilas aguas de la fantástica bahía de New York. Delante, entre brumas, la gigantesca Estatua de la Libertad y en el erguido brazo la antorcha triunfal de los derechos del hombre.

     Por entre enjambre de vapores de todas clases, en coro atronador de silbatos, dejamos atrás la estatua colosal: en ruta al muelle, sobre el río del Este. Como si todas las grandezas se agruparan ante nuestros ojos asombrados, ahora teníamos delante el puente monumental que sobre el río majestuoso une a Brooklyn y New York. A uno y otro lados los altísimos rascacielos, con sus hileras de ventanas iluminadas. Por todas partes el ruido ensordecedor de la inmensa colmena. ¡Bajamos a la tierra de los libres! Policía ninguno, ni oficial de inmigración nos preguntó el objetivo de nuestro viaje; en la gran metrópoli entramos como en nuestra casa.

     Me hospedé en la casa de Mrs. Mayorga —55 Concord en Brooklyn— en el mismo cuarto ocupado por los generales Serafín Sánchez y Francisco Carrillo. La amable Mrs. Mayorga era viuda de un cubano.

     Desde la siguiente mañana, mi preocupación primera —antes que el cobro de mis comisiones— fue conocer a Martí. Tanto supliqué a mis generales, que a poco tomábamos el elevado, cruzábamos el gran puente y llegábamos a la casa de 120 Front St., cuyo tercer piso lo ocupaba la oficina del Apóstol de la revolución.

     Mientras subíamos las escaleras decía Carrillo: “Este es el gran disparate: ¡llevar este muchacho a Martí es para que salga dando vueltas de carnero! Ya lo verás” … ¡Apenas anunciados los nombres de los dos próceres de Cuba, apareció, con los brazos abiertos, José Martí! A mí me latía intensamente el corazón.

     —Martí, aquí le traemos el más ferviente de sus admiradores: este muchacho, de familia camagüeyana que dio mucha sangre a Cuba. Él lleva hasta la locura la pasión de la patria.

     Pasamos a la sala. Notables escritores de nuestra América española hacían tertulia al calor de la estufa llameante… Una gran escritora americana, Helen Hunt Jackson, la genial autora de Ramona —que Martí tradujo embelleciéndola—, acompañaba a los latinos.[1] Se había tratado en aquella tertulia de la teoría que acababa de presentar —en la edición dominical del Herald— el gran inventor Edison acerca de la estructura de los átomos. Atribuíales la original teoría la formación de dos hemisferios cargados de opuesta electricidad —positiva y negativa— a cuya concurrencia giraba vertiginosamente la materia atómica. La teoría no fue exacta, como se descubrió después: a la aparición de la moderna descripción de los electrones.

     Al terminar nuestra larga visita ya Martí nos había regalado, con amable dedicatoria, sus últimos libros. En el de Ramona había escrito: “A Enrique Loynaz, que amará, con su alma tierna y fogosa, a mi pobre Alejandro”. Y viendo empolvado mi sobretodo, tomó un cepillo, y con esmero lo sacudió. ¡Y antes que pudiera impedirlo, había también sacudido el polvo de mis zapatos!… ¡A mí me pareció tener delante la reencarnación de Jesucristo!

     Carrillo advirtió: “Ya tú ves, Serafín, lo que te anuncié: que este muchacho saldría de la casa de Martí dando vueltas de carnero”. En todo el camino de regreso solo hablamos de Martí: de su sencillez, de su atrayente personalidad, de su conversación amenísima, como no ha existido otra, de sus ojos tristes y acariciadores… en fin, que el general Carrillo tenía toda la razón.

Enrique Loynaz del Castillo

De Memorias de la guerra, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1989, pp. 55-56.

Tomado de Yo conocí a Martí, selección y prólogo de Carmen Suárez León, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2012, pp. 93-95.

Otros textos relacionados:


Nota:

Véase Abreviaturas y siglas

[1]  Debe tratarse de otra escritora norteamericana, pues Helen Hunt Jackson falleció en 1885, es decir, seis años antes de los sucesos que narra el autor. (N. del E. del sitio web).