El LENGUAJE RECIENTE DE CIERTOS AUTONOMISTAS
Parece que en Cuba ha causado indignación entre los cubanos constantes, y aún entre los inconstantes como cierta vergüenza,—la vergüenza del hombre que ve apedrear a los que están prontos a morir por él,—el lenguaje descompuesto e injusto con que los criollos que se quedaron en sus casas, suplicando y mintiendo, durante los diez años del sacrificio conmovedor de su país,[1] o cargaban al cinto fratricida el sable cebado en la sangre pura de sus compatriotas, o se ponían sobre la toga temblona y melindrosa el uniforme salpicado de los asesinos incultos, o aplaudían las glorias del ejército que ahogaba en sangre la lucha de su patria por la libertad,—han hablado o escrito recientemente en la isla sobre los cubanos que tienen a la vez bastante abnegación para exponer de nuevo la vida por su país,—y bastante benevolencia para compadecer a los enfermos de la voluntad.
La indignación sería justa sin duda, y enteramente racional, si los cubanos que defienden ideas en las que no hay riesgo de muerte, osasen empinarse hasta los que mantienen un ideal que lleva la muerte al pie: si los que en la súplica desdeñada no han logrado para su país tanto como logró la guerra interrumpida, osasen compararse con los hombres que solo por la guerra les lograron al menos las libertades con que suplican. Eso no necesita argumento, y cansa hablar inútilmente. En este asunto, no puede decirse palabra que no sea castigo merecido, y es mejor no hablar. Los hombres sensatos, y de práctica verdadera, no pierden el tiempo en derribar lo que está caído,—ni el honor en mancillar a los que lo tienen. Los que no tienen el valor de sacrificarse han de tener, a lo menos, el pudor de callar ante los que se sacrifican,—o de elevarse, en la inercia inevitable o en la flojedad, por la admiración sincera de la virtud a que no alcanzan. Debe ser penoso inspirar desprecio a los hombres desinteresados y viriles.
Tal vez en Cuba llegue a tanto el desconocimiento que pueda parecer necesario el correctivo en que acá afuera no nos debemos entretener, para no quitar mano de la obra. Pero los pecados de hermandad, y de humanidad, con la censura que atraen sobre el culpable quedan al cabo corregidos. Ni la política inerte e incapaz de Cuba, muerta de muy atrás en la opinión real de los que nominalmente la defienden, merece el análisis, que no soporta; ni, de puro deshecha, debe mover a ira. A la realidad estamos aquí, y hemos de estar allá todos, y no a la combinación ya extinta, con nombre de autonomismo, de las diversas fuerzas públicas que, a faltar vigilancia y acción, hubieran podido convertirse en Cuba en el funesto imperio de una oligarquía criolla, sin el poder siquiera de la inmoral riqueza con que en otro tiempo se empezó a fundar, y cuya existencia solo se hubiera podido mantener por la liga encubierta con el poder español, o por la entrega del país a una civilización extraña, que niega a Cuba la capacidad probada para el gobierno libre, y declara necesitar de ella para fines sociales y estratégicos hostiles a la paz y albedrío del país. Ese era el peligro del autonomismo, y para salvar los cubanos de él, autonomistas o no, hemos acá afuera, trabajado y vivido. A la significación y curso estamos aquí de las fuerzas sociales, que, por el enconado apetito del privilegio, y el hábito y consejo de la arrogancia, y la docilidad de las preocupaciones naturales en Cuba, pudieran impedir, aún después de la independencia, el equilibrio justiciero de los elementos diversos de la isla, y el reconocimiento, ni demagógico ni medroso, de todas sus capacidades y potencias políticas, sin el cual vendría la patria, desmigajada en la continua guerra, a parar en el yanqui aniquilador y rapaz, retardando acaso,—por culpa que de otro modo puede ser gloria útil,—la distribución natural y conveniente de los pueblos del mundo. Ese sí—y no más—era el problema, y el elemento social, incóngruo y anacrónico, que venían acentuándose en el autonomismo: y a eso sí hay que estar, porque es insensato y dañino. Pero el autonomismo, como organización política,[2] y como entidad actual de Cuba, ha cesado ya de existir, y solo entraría a la vida real si, obedeciendo la voluntad clara del país, lo encabezase, en vez de echarlo en brazos de sus opresores. Desertado en Oriente; vencido ya en la conciencia camagüeyana, que un día lo ayudó de buena fe; reducido en las Villas al aplauso curioso de los teatros incrédulos; postergado en Occidente, que es donde más pudiera fungir, al partido español[3] que, con el ciego apoyo de cubanos de alguna realidad, intenta, por la oferta de las libertades imposibles en la naturaleza política de España, desalojar del poder a los españoles que ahora lo monopolizan, queda solo del autonomismo, como agencias ficticias de vida, el miedo de sus prosélitos notorios, que, en la fama de la lealtad española del partido, creen hallar a la hora de las persecuciones la protección que no hallaron los reformistas sinceros,—el movimiento regular que siempre sigue a un impulso prolongado,—y los intereses de puesto o representación crecidos al favor directo o indirecto de España, y del prestigio de su supuesta fidelidad a la decisión final del país. Al desatarse este haz artificial, jamás, jamás, acompañarán los hombres de honor, ni ricos ni pobres, al partido que se quisiera valer de ellos para sofocar, en provecho de un amo incorregible y de un grupo impotente, la conciencia del país. La masa sana, que siguió siempre al autonomismo porque creyó que con él se iba a la independencia, se irá, entera, a la revolución. El autonomismo solo ha sido útil, por la prueba de su ineficacia, a la revolución. Mientras más viva, más revolucionarios habrá. No es que se deba caer, ni de paso siquiera, en el error de creer que el autonomismo unificase al país más de lo que lo unificó la guerra, que organizó el alma cubana de manera que la mayor alevosía y cautela no la han podido aflojar aún; sino que la catástrofe, anunciada desde su híbrido nacimiento, ha dado pábulo nuevo, y generación nueva, y más firme base, a la revolución. Y en cuanto al escaso grupo de cabeceras, a quienes se acusa hoy de haber fomentado un partido antirrevolucionario y sin soluciones, con la promesa sorda de la revolución, que era su evidente deseo evitar, puesto que en nada han contribuido a prepararla, unos caerán, —esperémoslo así,—del lado del combate, a donde sus compatriotas los recibirán con regocijo,—otros, si no buscan a tiempo refugio en los países amigos de América, en que se habla su lengua y se trabaja, caerán en el destierro o en la muerte,—y otros irán acaso a Madrid, a ser condes de la libertad y cabos y caireles de aquella delicada monarquía. Eso está escrito en el cielo y en la tierra. ¿A qué montar la ira, porque, ante el calor de la acción, que muda las horas de acostarse, y puede quitarnos el calesero, hablan de los hombres activos con destemplanza y con poco reposo? El fin ya se ve y no ha de haber impaciencia. Para los fieles, vengan tarde o temprano, guarda Cuba todo su amor. Para los incapaces de amarla y servirla, basta con el olvido.
¿A qué, de veras, montar la ira? Solo los débiles se enojan. El hombre fuerte, aun al caer, sonríe. El deber cumplido da una luz que no brota jamás de la vida, ni de la tumba, de los que lo esquivan. Guardemos el enojo para nosotros mismos, por si no nos llega la virtud a la obligación: aunque llegará. La revolución en Cuba es un gigante que solo de sí propio, como ya una vez, puede recibir heridas. La revolución en Cuba es el aire que se respira, el pañuelo que la novia regala, el saludo continuo de los amigos, el recuerdo que venga y que promete, el suceso que aguardan todos. En todo está, y en los mismos que no la desean. Nada puede vencerla. La dificultad estaba en ordenarla y darle confianza en sí. Esta es nuestra labor. Vimos ese deber, abandonado de los demás, y lo estamos cumpliendo. Más gloria no queremos que cumplirlo. Solo en el cumplimiento triste y áspero del deber está la verdadera gloria. Y aun ha de ser el deber cumplido en beneficio ajeno, porque si va con él alguna esperanza de bien propio, por legítimo que parezca, o sea, ya se empaña y pierde fuerza moral. La fuerza está en el sacrificio. Si la labor de hoy viniese abajo, y no parece que haya de venir, otra la sustituiría, mejorada por nuestros tropiezos y nuestros yerros. El mero éxito es premio propio de gente inferior. El esfuerzo pleno y sano es premio bastante al patriotismo limpio. ¿Qué valen, pues, contra coraza como esta, migajones de papel? Y nosotros, abramos los brazos, a fin de llevar eso adelantado, para que nos claven en la cruz, y defendamos con ellos a cuantos compatriotas nuestros se cansen al cabo de esperar en vano. El templo está abierto, y la alfombra está al entrar, para que dejen en ella las sandalias los que anduvieron por el fango, o se equivocaron de camino.
Patria, Nueva York, 22 de septiembre de 1894, no. 130, pp. 1-2; OC, t. 3, pp. 263-266.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Alusión a la Guerra de los Diez Años.
[2] Referencia al Partido Liberal Autonomista.
[3] Partido Unión Constitucional.

