LOS CUBANOS DE JAMAICA Y LOS REVOLUCIONARIOS DE HAITÍ
Entre los objetos infames de las agencias españolas en el extranjero, está, naturalmente, el de avivar el miedo que los cubanos pudieran tener a la revolución, por suponer que con ella viene lo que uno u otro timorato o espía osa llamar “guerra de razas”, olvidando la suprema lección de los diez años creadores, cuando morimos tantas veces juntos, unos en brazos de otros, y con los disparos gemelos de nuestros fusiles oreamos el aire tenebroso para que sea palacio pacífico de la libertad. Juntos, rodilla a rodilla, echamos un mundo entero abajo. Lo que queda son las ruinas, y andamos desembarazándonos de ellas: se tarda un poco, de tanta púa y sierpe que nace entre los muros caídos; pero ya vamos a llegar al claro. Habrá duelos de ojos, y lenguas atrevidas, y demagogos que se pongan de cabeza de la preocupación negra o la blanca, y grados de aseo y de cultura, que son los mismos que ya hoy tienen los blancos entre sí, y los negros como ellos; pero si una mano criminal, blanca o negra, se alzase, so pretexto de colores, contra el corazón del país, mil manos a la vez, negras y blancas, se la sujetarían a la cintura, y se la clavarían en el costado. Lo que queda son las ruinas. A los disparos gemelos de los fusiles, anunciamos, con el fuego creador, el alumbramiento de la libertad. El sargento Oliva, cargó al teniente Crespo a sus espaldas. El Marqués de Santa Lucía enterró al negro Quesada junto a su hija. Lo demás son chacales, que rodean, con el hocico por el suelo, el cadáver de la esclavitud.
Lo demás son las agencias del gobierno español, dentro y fuera de Cuba, para que los cubanos blancos crean que la revolución acarrearía el predominio violento de la raza negra; para que los cubanos negros, azuzados en la preocupación de raza, se divorcien de la revolución, que les quitó la cadena de los pies, que abrió su vida despreciada al mérito de los combates y a la autoridad de la gloria, que es en Cuba la única que ama al negro, porque en la prueba común del valor, y en la larga hermandad de la guerra y el destierro, ha aprendido naturalmente un respeto y cariño superiores a la arrogancia y desvíos de la preocupación.
Cree el gobierno de España, por la opinión de cierta especie efímera de cubanos, que hay en Cuba—contra toda verdad—un miedo sincero al predominio de la raza negra en la revolución; sin ver que los que así denuncian la inclemencia de su corazón o la escasez de su ciencia social no son más, relativamente a nuestra población, que lo que respecto al número de abusos del Norte, son los miembros de la sociedad secreta de blasones en los Estados Unidos. Ya en Cuba está planteado el problema inevitable de todos los pueblos, y ese es en realidad el único problema de Cuba, que explica las confusiones aparentes del país, como explica la catástrofe de la guerra: la minoría soberbia, que entiende por libertad su predominio libre sobre los conciudadanos a quienes juzga de estirpe menor, prefiere humillarse al amo extranjero, y servir como instrumento de un amo u otro, a reconocer en la vida política, y confirmar con la justa consideración del trato, la igualdad del derecho de todos los hombres.[1] No lo entenderán los cubanos, tal vez, ni pensarán en esto tanto como debieran; pero la campaña por la independencia significa en Cuba la campaña por la libertad, y las resistencias a la revolución, son, todas, de ese partido de amos encubiertos —nacidos muchos de las mismas clases que aborrecen—que queda fatalmente tras toda oligarquía, y se produce, por la altanería, y codicia naturales al hombre, en todas las repúblicas. Quien ama a la libertad, previsora y enérgica, ama a la revolución. Quien la combate, ayuda a levantar en Cuba, llena de hombres humildes y viriles, la tempestad que, en las corrientes del mundo moderno, ha de desencadenar la división de un pueblo—dado a la rebeldía por su misma larga carencia de derechos—en casta aristocrática,—en Cuba muy risible,—y mayoría tratada con injusticia o desdén. No es lomo tranquilo el pueblo cubano. Quien se le siente encima, aunque sea con albarda adobada y sedosa, no tendrá tiempo de entrar el pie al estribo. No nos ofusquemos con nombres de independencia, u otros nombres meramente políticos. Nada son los partidos políticos si no representan condiciones sociales. De un lado están en Cuba, vestidos de señorío, el hábito del logro injusto, y el desprecio, a veces brutal, del hombre humilde: y eso trabaja, inicuo y sordo, dentro y fuera, por cerrar el paso a la revolución. De otro lado está la aspiración ardiente e invencible a la libertad, buena y sincera, que es la única base firme de la paz y del trabajo. Los soberbios son los enemigos de la república: los únicos conservadores verdaderos, los que juntan y apaciguan, son los liberales. Lo que no conservan, es el odio y la altanería. La soberbia: eso está contra la guerra en Cuba. La justicia, la igualdad del mérito, el trato respetuoso del hombre, la igualdad plena del derecho: eso es la revolución.
Sobre esos miedos se apoya, sagacísimamente, el gobierno, y creyó atizar el de las razas, insinuando, con el alarde de un cablegrama, a propósito de la encubierta salida del vapor Natalic, con rumbo a aguas haitianas, que los revolucionarios cubanos estaban en tratos secretos con Haití. Es tierra Haití tan peculiar como notable,[2] y en sus raíces y constitución tan diversa de Cuba, que solo la ignorancia crasa puede hallar entre ellas motivo de comparación, o argüir con la una respecto de la otra. Hay diferencia esencial entre el alzamiento terrible y magnífico de los esclavos haitianos, recién salidos de la selva de África, contra los colonos cuya arrogancia perpetuaron en la república desigual, parisiense a la vez que primitiva, sus hijos mestizos, y la isla en que, tras un largo periodo preparatorio en que se ha nivelado, o puesto en vías de nivelarse, la cultura de blancos y negros, entran ambos, en sumas casi iguales, a la fundación de un país por cuya libertad han peleado largamente juntos contra un tirano común. Haití es tierra extraña y poco conocida, con sus campos risueños como en la soledad de flores de oro del África materna, y tal gentío ilustrado, que sin que quemen los labios puede afirmarse que ese volcánico rincón ha producido tanta poesía pura, y libros de hacienda pública, jurisprudencia y sociología, como cualquier país de igual número de habitantes en tierras europeas, o cualquier república blanca hispanoamericana. Callarlo sería mentira,—o miedo. Pero la revolución cubana, que ha de entrar a su labor sin confusiones ni sustos, no tenía con Haití los tratos que publicaban las agencias españolas. Ni los tenían en modo alguno, tácitos o expresos, los cubanos de Jamaica, contra lo que dijo el cablegrama de Nueva York: mas no había para qué perder tiempo, y respeto propio, en negarlo. Cuando las obras defienden, no hay por qué defenderse. Los honrados se juntan, y los bribones los lapidan. De un lado están los que tienden las manos incansables a la humanidad: de otro, aquellos demonios de Santa Teresa, “los que no saben amar”.[3] La gente pura se adivina y acompaña: de las cárceles, de los presidios, de la holgazanería inmoral, de los vicios misteriosos y sedientos, del odio, en ciertas almas esenciales y espontáneo, recluta el gobierno de Cuba las agencias españolas. Los redime, los disciplina, y nos los clava, en Cuba y afuera, a envenenarnos el corazón. No los toma en cuenta la revolución, harto ocupada.—“Ningún tirador bueno—dijo Walter Scott—pierde en cuervos la pólvora”.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Nótese la similitud temática con la última carta a Manuel Mercado: “el corresponsal del Herald, […] me habla de la actividad anexionista, menos temible por la poca realidad de los aspirantes, de la especie curial, sin cintura ni creación, que por disfraz cómodo de su complacencia o sumisión a España, le pide sin fe la autonomía de Cuba, contenta solo de que haya un amo, yankee o español, que les mantenga, o les cree, en premio de oficios de celestinos, la posición de prohombres, desdeñosos de la masa pujante,—la masa mestiza, hábil y conmovedora, del país,—la masa inteligente y creadora de blancos y de negros”. (Campamento de Dos Ríos, 18 de mayo de 1895, TEC, pp. 73-74).
[2] Véase Cintio Vitier: “Visión martiana de Haití” (1991), Resistencia y Libertad, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2012, pp. 57-78; Pedro Pablo Rodríguez: “‘Es tierra Haití tan peculiar como notable’. José Martí y Haití”, Pensar, prever, servir. El ideario de José Martí, La Habana, Ediciones Unión, 2012, pp. 90-95; Mónica María del Valle Idárraga: “El negro haitiano y el vudú en el Diario de Montecristi a Cabo Haitiano de José Martí”, Anuario del Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2020, no. 43, pp. 94-114; y Roberto Fernández Retamar: “Por el bicentenario de la independencia de Haití”, Honda. Revista de la Sociedad Cultural José Martí, La Habana, 2003, no. 9, pp. 49-54.
[3] En la crónica “El millonario Stewart y su mujer”, El Partido Liberal, México, 12 de noviembre de 1886, OCEC, t. 24, p. 286; en el “Cuaderno de apuntes no. 14” [1886-1887], OC, t. 21, p. 342; en el discurso en la velada del club de Los Independientes, Hardman Hall, Nueva York, el 16 de junio de 1890, Anuario Martiano, La Habana, Sala Martí de la Biblioteca Nacional, 1969, no. 1, p. 326; y en el artículo “Albertini y Cervantes”, Patria, Nueva York, 21 de mayo de 1892, no. 11, p. 2 (OC, t. 4, p. 413), Martí se refiere también, con algunas variantes, a esta frase de Santa Teresa de Jesús.