EL EVENING TELEGRAPH DE FILADELFIA

UNA ENTREVISTA SOBRE CUBA

El Evening Telegraph de Filadelfia publica una alocada entrevista sobre cosas cubanas, a propósito de lo que un corresponsal le escribe de la Habana sobre anexión, en que se da a la Isla como muerta de ansias, del calcañal al cogote, por el beneficio de la unión en métodos políticos con un pueblo de antecedentes, naturaleza, clima y métodos políticos distintos, que ha manejado su propia república de modo que lleva en las entrañas todas las soberbias y peligros de la monarquía; se habla, con falta de hidalguía, de la dicha enorme de vivir sentado en la comodidad de New York contemplando la estatuilla de Bolívar; se cuentan, a modo de vieja amedrentadora, los cuentos terríficos de las graves heridas y miríficas hambres que pasarían los expedicionarios en Cuba; y se expresa, con rabia pueril, la cólera con que el hombre incapaz y soberbio ve la victoria de los ideales que no tiene la virtud de ayudar.

     Y en los instantes mismos en que los jefes cubanos residentes en el extranjero, los generales y subordinados de los distintos departamentos en las dos guerras,[1] se reúnen por su voluntad, en una fiesta gloriosa en Key West, a declarar, por documento espontáneo[2] dirigido al Delegado electo del Partido Revolucionario Cubano, a un Delegado que no pudo aún cargar armas, su adhesión al Partido que “tiene por objeto—según el artículo 3º de sus Bases—reunir los elementos de revolución hoy existentes, y allegar, sin compromisos inmorales con pueblo u hombre alguno, cuantos elementos nuevos pueda, a fin de fundar en Cuba, por una guerra de espíritu y métodos republicanos, una nación capaz de asegurar la dicha durable de sus hijos”; en los momentos en que el Delegado electo por el sufragio de las emigraciones acaba de recorrer un Estado norteamericano, con el respeto entusiasta y expreso de sus autoridades y de sus hombres de influjo, en compañía de dos generales famosos de la guerra, y un periodista[3] en cuya noble e indómita persona se representa la emigración que trabajó tanto el gobierno español por divorciar de la emigración donde reside el Delegado del Partido; en los momentos en que un caudillo ilustre, esperanza y guía de las armas cubanas, a quien la grandeza del corazón aconseja más alto que la pequeñez de los celos, dice que “quiere volar, para ayudar a esos hombres”; en los momentos, verdaderamente sublimes, en que los hombres enteros deponen, ante la gran ocasión y la política viril y sincera, todas sus soberbias, todos sus cansancios, todas sus desconfianzas,—osa, el de la entrevista, mentir sobre “las querellas, los celos, las divisiones entre las fuerzas patrióticas de los Estados Unidos”,—asegurar, contra el admirable testimonio, que “nuestros hombres son buenos, pero todos de mero impulso, y hombres sin fijeza”: ¡sin fijeza, los hombres que pelearon diez años sin sueldo; y luego otro sin sueldo; y luego han preferido el trabajo nómade e infeliz del extranjero a los provechos de la gloria arrepentida; y ahora, después de veinticuatro años todavía, dejando mujer e hijos y hacienda, “quieren volar, para ayudar a esos hombres!”.—Por ahí anda un agujero de culebra!

     El de la entrevista, con inexactitud patente, benévola exageración, e ira mezclada de un respeto sincero, que el aludido de seguro agradecerá, dice así, a propósito de un cubano algo conocido.[4]

     “En él, al creer de muchos, tenemos una especie de Parnell. Él es grande en otras cosas, como orador, y como poeta, y como literato en general; pero es excesivamente visionario. En catorce años de ausencia de Cuba no ha podido observar los cambios que en ella han tenido lugar. Es muy noble de parte de él consagrar su vida a la cultura y elevación del negro cubano; pero sería error suyo el favorecer el armamento de expediciones cuyo resultado no puede ser más que el derramamiento inútil de sangre, y un régimen aún más terrible”.

     De seguro que el cubano aludido sería menos de lo que es, y pecaría por ceguedad e involuntaria traición, si en su pueblo de varios factores, en vez de dedicarse a la mejora de todos ellos, y a crearles condiciones de vida equitativa y pacífica, se dedicara parcialmente a la cultura y elevación de uno de ellos. De seguro que, para demostrar que conoce muy de cerca los cambios que han tenido lugar en Cuba en estos catorce años, basta a ese cubano saber que el hombre de color en Cuba es ya ente de plena razón, que lee en su libro y se conoce la medida de la cintura; sin que necesite que del cielo blanco le caiga el maná culto, porque él se afina y levanta por sí propio, sino que los cubanos blancos, para evitar a la patria el malestar continuo que pudiera parar en parcialidad justificable y peligrosa, den, en la verdad de las costumbres—que es lo que hace ese cubano algo conocido,—el ejemplo de la igualdad que enseña la naturaleza, confirma la vida virtuosa e inteligente del cubano de color, y solo está hoy de disfraz en falsas leyes. Al que murió por mí, yo le digo: tú eres mi hermano. Al que tiene todos mis vicios, y todas mis virtudes, yo le digo: tú eres mi hermano. Al que viene de más abajo que yo, y sube por su inteligencia y por su honradez y por su abnegación tan alto como yo, yo le digo: tu eres mi hermano. En Cuba no hay que elevar al negro: que a prorrata, valgan verdades, tanto blanco necesita elevación como negros pudiesen necesitarla. En Cuba, por humanidad y previsión, hay que ser justo. ¡Saben tan poco de Cuba estos corresponsales que escriben de la Habana, sin conocimiento de las casas humildes, que se hermosean y crecen; de la pasión de la libertad, que acorta diferencias y pone el amor al derecho, y el cariño a los que lo defienden, por sobre el recuerdo del color; del respeto tierno y profundo del cubano blanco de la guerra a su fiel y heroico compañero negro; del bienestar notable, aunque inferior a su amor a la libertad, del liberto laboriosísimo de Oriente, pieza ayer de conuco, y hoy señor de su labranza, con su caballo de buen jaez, y su ropa bruñida, y la escuela montuna, pagada por aquellos africanos a porfía. ¿Ni qué saben, los que se pasan la vida sombrereando al dueño, y sobornando a pícaros, entre cien mil ñáñigos y cincuenta mil damiselas, y comandantes y alféreces de estrambote, qué saben de la rebelión sorda v enérgica entre la gente viril, callada y chispeante, de su propia ciudad; de la bravura y dolor de la isla entera, dormida sobre el filo del sable de la guardia civil, y sin maíz que comer ni café que beber; qué saben, torpes e ingratos, de las tormentas que han desviado de sus cabezas en estos últimos años, desde sus sillones cómodos de New York, los que no conocen los cambios que en estos catorce años han tenido lugar en Cuba; qué saben, los que ven el mundo con la frialdad del mármol que pisan, y la estrechez de los adornos calados de la barandilla del bufete, de la sublime alma cubana, viril y piadosa,—del sublime espíritu del hombre, en que se funden todas las condiciones y colores,—del sublime africano de Key West, el maestro Miguel…: “Lo que el padre no puede volver a hacer, lo harán los tres hijos, y si no hacen los tres hijos lo que hizo su padre, no son mis hijos?” Acaso es lícito atreverse a asomar, con todo comedimiento, la respetuosa insinuación de que, en la hora de desorden político y miseria colérica de Cuba, pudieran el africano Miguel, y los tres hijos del africano Miguel, ser más útiles que los corresponsales que, cara a cara de la unión gloriosa de los elementos de la revolución, mienten a sabiendas sobre su desunión, y los desacreditan ante el país cuyo respeto es indispensable para cualquiera de las soluciones de la patria. Pues ¡bellacos!: si los cubanos que en la hora de crisis subieron a la cabeza del país activo solo son hombres “de mero impulso”, hombres “sin fijeza”, hombres “de querellas, de celos y de divisiones” ¿qué estimación ni miramiento han de tener los Estados Unidos por un pueblo cuyos mismos naturales denuncian así, como ineptos y voltarios, a sus hombres representativos?

     Y sobre el error que cometería el cubano conocido “favoreciendo el armamento de expediciones cuyo resultado no puede ser más que el derramamiento inútil de sangre, y un régimen aún más terrible”, es de lamentar que el opinante que intenta dar voto sobre los hechos y las personas de la emigración, los conozca tan pobremente que no sepa que la historia política del cubano a que alude no tiene tema más vivo que su constante prédica de una organización revolucionaria que sustituyese la guerra fuerte y ordenada de acuerdo con la Isla, ya que es inevitable la guerra, a los esfuerzos personales, parciales y locales, insuficientes y funestos;—que no sepa que la actual organización revolucionaria, compuesta en gran parte de cubanos llegados de Cuba en estos últimos años, “que conocen los grandes cambios que en Cuba han tenido lugar”, es el resultado, espontáneo y unánime en las emigraciones, sin cartilla ni bolivarada de nadie, de la convicción de la ineficacia de las expediciones sueltas, y de la necesidad y posibilidad de una guerra total y enérgica, con política amplia y justa, y con hacienda bastante; que no sepa que toda la emigración cubana, con tanto entusiasmo como en los días de Agramonte y Céspedes, y con más orden y experiencia, está hoy, sin excepción de un solo cuerpo o entidad revolucionaria, organizada en el Partido Revolucionario Cubano, el que en el artículo 2º de sus Bases, propuestas por encargo de la emigración de Cayo Hueso, y proclamadas unánimemente por las emigraciones cubanas y puertorriqueñas el 10 de abril de 1892, dice así:

     “Art. 2.—El Partido Revolucionario Cubano no tiene por objeto precipitar inconsideradamente la guerra en Cuba, ni lanzar a toda costa al país a un movimiento mal dispuesto y discorde, sino ordenar, de acuerdo con cuantos elementos vivos y honrados se le unan, una guerra generosa y breve, encaminada a asegurar en la paz y el trabajo la felicidad de los habitantes de la Isla”.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1]Se refiere a la Guerra de los Diez Años y a la llamada Guerra Chiquita.

[2]Véase la carta del general Carlos Roloff y otros oficiales dirigida a José Martí para declarar su adhesión a los métodos y fines del Partido Revolucionario Cubano. (Destinatario José Martí, compilación, ordenación cronológica y notas de Luis García Pascual, preámbulo de Eusebio Leal Spengler, La Habana, Ediciones Abril, 2005, pp. 301-303).

[3]En el mes de julio de 1892, Martí en compañía de los generales Carlos Roloff (1842-1907) y Serafín Sánchez (1846-1896), y el director de El Yara, José Dolores Poyo (1836-1911), visitaron varias ciudades del estado de la Florida.

[4]Sin lugar a dudas se trata del propio José Martí, cuyo nombre omite con su modestia característica.