Sesión de marzo 30 de 1891
Informe del Sr. Martí
Tomó en seguida la palabra el Honorable señor Lazcano, delegado por Chile, y Presidente de la Comisión nombrada para estudiar las proposiciones presentadas en la sesión anterior por los Honorables Sres. delegados de los Estados Unidos, y dijo que la Comisión había cumplido su encargo, y que el Honorable señor Martí, delegado por Uruguay,[2] y miembro de la Comisión informante, leería el dictamen que aquella sometía a la consideración del Cuerpo.
Con el asentimiento de la Comisión el Hon. señor Martí, procedió a leer, primero en castellano, y luego en inglés, según la traducción hecha por él mismo, el siguiente dictamen:
La Comisión nombrada para estudiar las proposiciones presentadas por la delegación de los Estados Unidos a la Comisión Internacional Americana, reunida en virtud del acuerdo de la Conferencia Internacional Americana, congregada en Washington por invitación de los Estados Unidos, para tratar sobre el establecimiento de la Unión Monetaria Internacional Americana, con la base de una o más monedas internacionales, ha examinado con profunda atención las proposiciones que la delegación de los Estados Unidos somete al acuerdo de la Comisión, para que esta declare inoportuna la creación de una o más monedas internacionales, opine que el establecimiento del doble padrón de oro y plata, en proporción universalmente acatada, facilitaría la creación de aquellas monedas, y decida recomendar que las repúblicas representadas en la Conferencia conviden juntas, por el conducto de sus respectivos gobiernos, a una Conferencia Monetaria Universal, en Londres o en París, para tratar del establecimiento de un sistema uniforme y proporcionado de monedas de oro y plata.
Cumple a la Comisión comenzar declarando que recibe con agrado la expresión del aprecio profundo con que el pueblo y el Gobierno de los Estados Unidos estiman la respuesta de los pueblos latinos de América a la invitación del Gobierno norteamericano. Es tan grato ver reconocidos los móviles de nuestra participación en esta Conferencia, como penoso hubiese sido que se la supusiese determinada por ligereza o ignorancia. Los países representados en esta Conferencia no vinieron aquí por el falso atractivo de novedades que no están aún en sazón, ni porque desconociesen ninguno de los factores que precedían y acompañaban el hecho de su convocatoria, sino para dar una muestra, fácil a los que están seguros de su destino propio y su capacidad para realizarlo, de aquella cortesía cordial que es tan grata y útil entre los pueblos como entre los hombres, de su disposición a tratar con buena fe lo que se cree propuesto de buena voluntad, y del afectuoso deseo de ayudar con los Estados Unidos, como con los demás pueblos del mundo, a cuanto contribuya al bienestar y paz de los hombres.
A su vez toca a la Comisión congratular muy sinceramente a la delegación de los Estados Unidos por la sana doctrina que inspira sus proposiciones y el reconocimiento oportuno que en ellas se hace de la verdadera función de los pueblos de América en las relaciones económicas universales. El oficio del continente americano no es perturbar el mundo con factores nuevos de rivalidad y de discordia, ni restablecer con otros métodos y nombres el sistema imperial por donde se corrompen y mueren las repúblicas. El oficio del continente americano no es levantar un mundo contra otro, ni amasar con precipitación elementos diversos para un conflicto innecesario e injusto, sino tratar en paz y con honradez, como propone noblemente la delegación de los Estados Unidos, con los pueblos que en la hora dudosa de la emancipación nos enviaron sus soldados, y en la época revuelta de la reconstitución nos mantienen abiertas sus cajas.
Las proposiciones de la delegación de los Estados Unidos no han podido causar sorpresa a la Comisión Monetaria Internacional, porque ellas vienen a ser el reconocimiento discreto de una situación que vieron siempre claramente los delegados latinoamericanos, por más que en “su deseo de contribuir”, según la frase elocuente del honorable Presidente de la Conferencia, “a unificar las instituciones e intereses de las repúblicas americanas, a costa de cualquier esfuerzo razonable”, no quisieron llevar tan lejos su previsión que pudiera parecer resistencia sistemática a una mejora en que se requería su concurso. Ni podrán desconocer los delegados latinos, porque era su deber conocerlas, las hondas escisiones que señalaron los debates de la delegación de los Estados Unidos sobre el dictamen de la Comisión Monetaria ante la Conferencia Internacional Americana.
No extraña, pues, la Comisión de estudio que los delegados de una nación sincera, suspensa hoy entre los mantenedores del padrón del oro, y los de la amonedación ilimitada de la plata, reconozcan ante la Comisión Monetaria Internacional las verdades que esta se hubiera visto obligada a reconocer por sí, como que resultan con fuerza invencible de la masa de opiniones contradictorias, que sin alteración esencial vienen buscando ajuste desde los años que precedieron al advenimiento de la América republicana. Ni puede la Comisión de estudio, en el seno de la Comisión que desde sus primeras sesiones oyó ideas semejantes a sus miembros, rechazar por nuevas las opiniones de la delegación de los Estados Unidos, convencida hoy, como los delegados latinos, de que no puede aspirarse a la creación de una moneda internacional que no sea aceptada igualmente en todos los pueblos del globo; de que la moneda internacional es un “sueño fascinador”, en tanto que no se llegue a un acuerdo universal sobre la relación fija del oro y la plata; de que hay otro mundo, y un mundo muy vasto del otro lado del mar, y la insistencia de este mundo en no elevar la plata a la dignidad del oro es el obstáculo grande e insuperable que se presenta hoy para la adopción de la moneda de plata internacional.
No es lícito dejar de desear la creación de un sistema de monedas uniformes, que harían más morales y seguras las relaciones económicas de los pueblos y mantendría en poder de la mayoría activa del comercio, con la ventaja consiguiente del comprador de los productos abaratados, las sumas que hoy aprovechan a los agentes y especuladores del cambio. El valor común de la moneda no solo facilitaría las transacciones, tanto como las estorba e intimida un cambio inquieto, sino que permitiría crear sobre una suma de necesidades conocidas, o fáciles de prever, una corriente de negocios más estable y serena, que las que hoy estremecen e interrumpen de súbito, por caprichos criminales a veces, las especulaciones del cambio.
Y no se puede negar un valor político, tanto internacional como doméstico, a la adopción de una moneda fija y común, que removería de los tratos entre pueblos el recelo peligroso con que se disputan la soberanía monetaria, y en lo interior, por la quietud y contento que da al portador la mayor seguridad de recoger el fruto de sus productos, completaría la libertad política. Los pueblos no se rebelan contra las causas naturales de su malestar, sino contra las que nacen de algún desequilibrio o injusticia. Fijar los cambios es robustecer la libertad.
Todo acto equitativo en provecho de la masa laboriosa contribuye a afirmar la seguridad pública. Pero por apetecible que sea la creación de un sistema monetario uniforme, no puede olvidarse, mientras no se obtenga, que la moneda, sobre todo en su aspecto internacional, es esencialmente relativa. Toda alteración en una especie de moneda que sirve para comerciar, se ha de hacer en acuerdo con los países que comercian en la moneda de esa especie. La moneda que cubre los saldos de comercio ha de ser mutuamente aceptable a los países que comercian. Ningún país puede aceptar una moneda que no sea recibida, o se reciba con depreciación y desagrado, por los países que le abren crédito y le compran sus frutos. Ningún vendedor puede ofender gratuitamente a sus compradores. Ningún vendedor debe alarmar siquiera a sus compradores. La uniformidad de la moneda es una empresa digna de las naciones democráticas, conveniente a la paz internacional e indispensable para el goce completo de la libertad doméstica. Pero si esa uniformidad se ha de obtener, sea—como quiere la delegación de los Estados Unidos—por el acuerdo confiado y sincero de todos los pueblos trabajadores del globo, para que tenga base que dure, y no por los recursos violentos del artificio llevado a la economía, que fomentan rencores y provocan represalias, y no pueden durar.
No es menos deseable que la uniformidad monetaria, el establecimiento de una relación fija entre las monedas de oro y plata, que ha de preceder a todo proyecto de uniformidad. Ni el oro cede, ni basta. La insuficiencia de la cantidad de oro conocida y probable, la determinación de los pueblos a no aceptar por substancia monedable la que no tenga valor constante y propio, aparte del valor legal del cuño, y el carácter meramente fiduciario y convencional de la moneda de papel, dan a la plata un valor real como medio de circulación, y un puesto firme en todos los sistemas. La moderación en su uso beneficiaría más, a la larga, a los productores, que el consumo artificial y excesivo. La plata no tiene acaso más enemigo que las pretensiones desmedidas de los productores, empeñados en echar sobre el mundo, con un valor inseguro—puesto que el valor se ha de fijar en parte por la producción— una producción incalculable. Pero parece permitido esperar, que con la buena fe, y la producción prudente, de los países argentíferos, llegarán las naciones que hoy discuten sobre la elevación de la plata, a acordar, por lo menos, un período de prueba franca y limitada de la moneda doble con relación fija.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1]Véase JM: “La Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América”, La Revista Ilustrada, Nueva York, mayo de 1891, OC, t. 6, pp. 157-167.
[2]Véase, al respecto, “Martí y el Uruguay”, un documentado análisis que hace Mario Benedetti de la actuación de José Martí como Delegado de la República Oriental del Uruguay en la Comisión Monetaria Internacional Americana.