Dicen que hay santidad igual a la del padre McGlynn, pero no mayor: que en su espíritu excelso es tal la mansedumbre que no halla obstáculo en toda su sabiduría al dogma del descendimiento de la gracia: que ve al hombre más alto tan esclavo del cuerpo, que no acierta a comprender que aquel que triunfó de su cuerpo fuese solamente hombre. Dicen que la virtud le parece tan deseable y bella que no quiere otra esposa. Dicen que vive para consolar al desdichado, robustecer y dilatar las almas, elevarlas por la esperanza y la hermosura del culto a un estado amoroso de poesía, y hacer triunfar en el seno de la iglesia el espíritu de caridad universal que la engendró, sobre el interés, la ambición y el despotismo que la han desfigurado. Pero también dicen que tiene la energía indomable de los que no sirven a los hombres, sino al hombre.

     Cuanto sofoca o debilita al hombre, le parece un crimen. No puede ser que Dios ponga en el hombre el pensamiento, y un arzobispo, que no es tanto como Dios, le prohíba expresarlo. Y si unos curas pueden por orden del Arzobispo intimar desde el púlpito a sus feligreses que voten por el enemigo de los pobres, ¿por qué no ha de poder otro cura, por su derecho de hombre libre, ayudar a los pobres fuera del altar, sin valerse, ni aún para hacerles bien en cosas no religiosas, de su autoridad puramente religiosa sobre las conciencias?

     ¿Quién peca, el que abusa de su autoridad en las cosas del dogma para favorecer inmoralmente desde la cátedra sagrada a los que venden las leyes en pago del voto que les permite ejercitarlas, o el que, sabiendo que al lado del pobre no hay más que amargura, lo consuela en el templo como sacerdote, y le ayuda fuera del templo como ciudadano?

     El párroco, es verdad, debe obediencia a su arzobispo en materias eclesiásticas, pero en opiniones políticas, en asuntos de simple economía y reforma social, en materias que no son eclesiásticas, ¿cómo ha de deber el párroco absoluta obediencia a su arzobispo, si las materias no pertenecen a la administración del templo ni al ejercicio del culto a que se limita su autoridad sobre el párroco? ¿Cómo ha de ser infalible en sistemas de tributación fiscal y en puntos de política interior un arzobispo, cuando aun para los católicos el pontífice mismo solo es infalible cuando habla en cosas de dogma desde la cátedra a la iglesia entera, y no a porciones de ella? Ni ¿cómo ha de ser en New York mala doctrina católica la nacionalización de la tierra, que hoy mismo promulga con la sanción papal todo el clero católico de Irlanda? ¿O no ha de tener el párroco más política que la que le manda tener su arzobispo, y cura viene a ser tanto como esclavo, que tiemble ante la ira del Señor, porque se atreva a abogar con ternura por los desventurados de su patria? ¿O el cura ha de renunciar a tener patria?

     ¡Pues porque el Arzobispo, que ha expresado en una pastoral opinión sobre la propiedad de la tierra, ordenó sin derecho al padre McGlynn que no asistiese a una reunión pública en que se iba a tratar la cuestión de la tierra,—y el Padre lo desatendió—en aquello en que tenía el derecho de cura y el deber de hombre de desatenderla,—lo suspendió el Arzobispo en sus funciones parroquiales, a él, que ha hecho un cesto de amor de su parroquia! ¡Porque desatendió a su superior eclesiástico en una materia política, el Papa le ordena ir, a él, a la virtud humanada, en castigo a Roma! ¡Y porque en vez de ir, explica al Papa en una carta sumisa el error por que se le condena, el Papa, a él, el único sacerdote santo de su diócesis, le arranca las vestiduras sacerdotales!

     ¡Aquí fue donde se vio el espectáculo hermoso! Al poder, claro está, ¿cómo han de faltarle amigos? Los que viven del voto de la iglesia, los políticos que la temen, los que tienen de ella recomendación o apoyo, los que la miran como salvaguardia de sus riquezas excesivas, la prensa interesada en conservar su amistad o impedir el advenimiento del partido nuevo, aletean satisfechos en la sombra en torno del palacio del Arzobispo; pero la parroquia en masa ha desertado [de] los bancos de la iglesia, ha vestido de siemprevivas el confesionario vacío de su párroco, ha echado indignada de la sala de reuniones del templo al nuevo cura, que osó presentarse a disolver una junta de los feligreses para expresar cariño a su Sogarth Aroon ardientemente amado.—“¡Por él, por él estaremos, contra el Arzobispo y contra el Papa!” “¡Nadie nos le hará daño, ni ha de faltarle en esta tierra nada!” “Hemos levantado este templo con nuestro dinero: ¿quién ha de atreverse a echarnos de nuestro templo?” “¿A quién ha podido ofender ese santo que vive para los pobres?” “¿Por qué nos le maltratan, porque se opuso a que tuviéramos escuelas religiosas que no necesitamos, cuando tenemos la escuela pública para aprender, y para la religión tenemos nuestra casa y nuestra iglesia?” “¡Él nos quiere católicos, pero también nos quiere hombres!”

     Mujeres eran las más entusiastas en la junta. Se vio llorar a ojos que nunca lloran. Artesanos fornidos sollozaban con los rostros ocultos en las manos.

     El Padre, humilde y enfermo, a nadie ha visto, ni con nadie ha hablado y padece en la casa pobre de una hermana.[14] Pero los católicos de New York se alzan coléricos contra el Arzobispo, se juntan en reuniones colosales, oponen la piedad inefable del cura perseguido al indigno carácter de vicarios y obispos que el arzobispado tiene en gloria, y con toda la intensidad del alma irlandesa, recaban su derecho a pensar libremente sobre las cosas públicas, denuncian los contratos inmorales del arzobispado con los mercenarios políticos a cuyos dictados obedece, proclaman que fuera de las verdades de Dios, “el Arzobispo de New York no tiene sobre las opiniones políticas de su grey más autoridad que la del hombre intermediario, que andan buscando los naturalistas en los senos de África”, y recuerdan que ha habido arzobispo en Irlanda que murió de vergüenza y abandono por haber condenado la resistencia justa de los católicos irlandeses a la corona protestante de Inglaterra. “¡Sobre nuestras conciencias Dios; pero nadie venga a segarnos el pensamiento, ni a quitarnos el derecho de gobernar a nuestro entender nuestra república!”

     “En las cosas del dogma, la iglesia es nuestra madre; pero fuera del dogma, la Constitución de nuestro país es nuestra iglesia!” “Arzobispo: ¡manos fuera!”[15]

     Nunca, ni en la campaña de George en el otoño, hubo entusiasmo mayor.

     Retemblaba la sala con los vítores cuando aquellos católicos prominentes vindicaban en frases fervorosas la libertad absoluta de su opinión política: “¿Conque a nuestro consuelo, al que fue por su sabiduría en la propaganda y es estrella por su caridad en New York; conque a ese santo padre McGlynn que es nuestro decoro y alegría, y nos ha enseñado con su ejemplo y palabra toda la razón y hermosura de la fe; conque al que en nuestras manos vertió toda su fortuna, y nos volvía a dar lo que le dábamos, y jamás quiso abandonar el barrio de sus pobres, nos lo echan de la iglesia que él mismo levantó, nos le niegan por un día más el cuarto donde reza y donde llora,—y ese otro obispo Ducey[16] que se llevó bajo su capa al Canadá a un banquero ladrón goza de toda la confianza de la iglesia? ¿Conque el Arzobispo compele a nuestro Papa a ser injusto con esta gloria de la fe cristiana, y asiste compungido a los funerales de ese católico liberticida, de ese Jaime McMaster, que lucía como los ojos de las hienas, que pasó la vida vilipendiando a los pueblos libres, y ayudando con su palabra venenosa a los dueños de esclavos y a los monarcas?”

     “¡Líbrenos Dios de hablar contra nuestra fe, de obedecer a los sacerdotes que atentan a nuestra libertad de ciudadanos, y de abandonar a nuestro Sogarth Aroon, por cuya inmensa caridad se ha hecho el catolicismo raíz de nuestras almas!”

     En este fervor queda el cisma de los católicos. ¡Cuántas intrigas y complicidades, cuántos peligros para la república ha revelado! ¿Conque la Iglesia compra influjo y vende voto? ¿Conque la santidad la encoleriza? ¿Conque en los confesionarios exige a los creyentes que voten por el favorito del arzobispado? ¿Conque es la aliada de los ricos de las sectas enemigas? ¿Conque prohíbe a sus párrocos el ejercicio de sus derechos políticos, a no ser que los ejerzan en pro de los que trafican en votos con la iglesia? ¿Conque intenta arruinar y degrada a los que siguen lo que enseñó el dulcísimo Jesús? ¿Conque no se puede ser hombre libre y católico?

     ¡Véase cómo se puede, según nos lo enseñan estos nuevos pescadores! ¡Oh, Jesús! ¿Dónde hubieras estado en esta lucha? ¿acompañando en su fuga al Canadá al ladrón rico, o en la casita pobre en que el padre McGlynn sufre y espera?

José Martí

 La Nación, Buenos Aires, 14 de abril de 1887.

[Mf. en CEM]

Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2015, t. 25, pp. 148-161.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[14] Edward McGlynn no tuvo hermanas carnales. Los diarios de la época mencionan a “una hermana favorita” del párroco, Mrs. Wheelan, a cuya residencia, situada en Brooklyn, se mudó McGlynn el 6 de abril de 1887. Ella era madre de seis hijos y, al fallecer, McGlynn contribuyó al cuidado de los niños.

[15] Las acciones de protesta de la Unión de Cooper, celebradas el 16 de enero de 1887, produjeron un número alto de documentos, peticiones y discursos sumamente críticos al arzobispo Corrigan y a la alta jerarquía de la Iglesia Católica de Nueva York. Todo indica que las palabras citadas por José Martí fueron pronunciadas por J. Healey, editor del influyente periódico Irish World.

[16] Thomas J. Ducey. La alta jerarquía católica no confiaba en él porque se negó a firmar un documento de Corrigan contra McGlynn.