A los soberbios de la tierra, a los que levantan la copa de champaña cómoda en honor de los que no bebieron jamás champaña en vida, a los que calzan guante desdeñoso y visten frac, y van de ópera y club al abrigo de la paz y la riqueza que logró para la nación el genio de un labriego burdo, a los que viven cobardes e ingratos de la obra augusta a cuyos autores por pobres desdeñan: a esos conviene la lectura de estas pocas líneas. En una revista yankee describe una mujer al mocetón que vio allá por un pueblo de bohíos, cuando tenía él diecisiete años. Era largo, de pies y de manos; y desgarbado todo. De la tierra tenía manchas en las manos, y de la tierra, comidas las uñas. O no llevaba zapatos, o los llevaba sin medias. Los calzones eran de piel de cabra, y tan cortos que se le veía el tobillo, huesoso y desnudo. Ese mozo, ese pobrete, ese descalzo, era Abraham Lincoln.