MACEO

En la Universidad Central de Las Villas

I

No oriento el discurso por cauce histórico ni biográfico, aunque no lo desligue enteramente de esas dos direcciones. Lo que ofrezco es una meditación. Si me desvío a veces de la figura es a virtud de las reflexiones que Maceo suscita. Las mías en torno a él se refieren a la cuestión de los grandes hombres, como factores en la economía interna de la Historia, a contenidos de la personalidad de Maceo y al problema racial. Por lo demás, omito la narración de las peripecias bélicas porque no la necesita este auditorio y porque en punto a géneros, no debe insertarse la biografía en el discurso.

     Nos interesa considerar la impugnación de Varona a una conferencia de E. Rodríguez Lendián,[1] en La Caridad del Cerro, centro de vida intelectual después de la Guerra de Yara. Disertó Rodríguez Lendián sobre el papel de las grandes figuras en el curso de los acontecimientos históricos. Defendía la tesis, muy en boga en la segunda mitad del siglo, de lo primordial de ese factor —el de las grandes personalidades— en la Historia. Era la tesis de Carlyle y de Emerson. Asistió Varona; elogió la exposición de su amigo, y discrepó de la teoría. Sintetizó su discrepancia en un breve artículo. Dijo que los pueblos no necesitan Mesías ni redentores sino colaboración general de todos. Manifestó que el progreso no se debe a los héroes ni a los próceres sino a los lentos y continuos movimientos de opinión, a la gradual conciencia que alcanza la comunidad de sus problemas. No cree que las reacciones públicas se originen en la prédica ni en el ejemplo de los eminentes. Reconoce, desde luego, la función de los guiadores, sean talentos o genios de la idea o de la acción, pero mantiene el criterio de que en la sociedad todo es colectivo.

     Es curioso notar que, aunque joven a la sazón, ya Varona pertenecía en Cuba a los grandes, sin embargo, no simpatizó con el papel absorbente que el disertante les asignaba. El tema apasionaba en aquel momento, a raíz de la contienda interrumpida, pues los cubanos del separatismo buscaban cabalmente las figuras capaces de reanudar, en su día, la guerra de Independencia. El artículo de Varona pareció enfriar todo entusiasmo.

     Corren los años y en 1896, al cumplirse uno de la muerte de Martí, es Varona quien hace su elogio[2] en el extranjero, en plena Revolución. Su discurso, esta vez, parece la negación de cuanto había dicho en el artículo crítico referido. En bella, férvida prosa, exalta la misión apostólica de su grande amigo desaparecido y sitúa a los héroes en lo alto, clavados a su cruz, y quiere para ellos, como tributo, que todo el mundo lea en sus frentes la palabra sacrificio.

     Pasan algunos años, y la República destina el 7 de diciembre a la evocación que hoy nos ha juntado en esta Universidad. ¿Qué conmemoramos? La caída del Titán, la muerte de Antonio Maceo, altísima figura cubana. A la vez se destina la fecha a recordar a todos los anónimos, los humildes que sucumbieron en la justa demanda. De modo que, a la larga, fue la República quien dio la razón a Varona, al bendecir la memoria de los pequeños colaboradores junto a la consagración de los héroes, para que se cumpla así lo que sostuvo el filósofo (con más de sociólogo), o sea, que en los empeños de la comunidad “todo es colectivo”, sin mengua de las cumbres.

Para nosotros, aún hoy cuando no esperamos próceres, resulta difícil aprender la lección de Varona, pues tuvimos en el siglo pasado, un conjunto de hombres de relieve y casi hemos sentido la ilusión de que fueron ellos los creadores de la nación cubana convertida en Estado independiente. El siglo XIX en Cuba es armónico a ese respecto. Pasan sus conspiraciones y sus poetas, sus estadistas y sus pensadores, sus guerreros y sus apóstoles, y parece que providencialmente se les colocó a lo largo de la centuria, a modo de luces en el tenebroso camino. El padre Varela reforma la enseñanza de la Filosofía y explica con criterio liberal el Derecho Político; Saco adoctrina acerca de la gobernación colonial; Delmonte ilustra la juventud en disciplinas literarias; el Lugareño se convierte en un civilizador en sus predios de Camagüey; José de la Luz  educa en “El Salvador”, como un discípulo de Cristo, y enseña que la “justicia es sol del mundo moral”;[3] Martí sufre su apostolado profundo; Maceo en las dos guerras despliega su acción radiante y con sus marchas, de victoria en victoria, aterra la tropa española y asombra al mundo.

     Claro que, en las dos tesis, la de Rodríguez Lendián y la de Varona, hay elementos de realidad histórica. Los grandes no crean. Lo que hace es guiar, manejar, organizar las virtudes humanas dormidas, pero a veces, como en la actuación de Antonio Maceo, se apoderan del escenario y refulgen e imperan.

II

     Vista por sus lados varios la personalidad del famoso combatiente, nos impresiona por lo que reluce de las peripecias bélicas. No se agota en su acción. Irradia no se sabe qué fulgor. En Cuba han tenido esa virtud José de la Luz[4] e Ignacio Agramonte.[5] Cuando ya hemos examinado sus ejecutorias todavía queda la atracción del hombre mismo, cierta atmósfera que lo envuelve. Esto se explica por la riqueza de elementos en la individualidad. En Maceo, por ejemplo, el estrépito de los combates sucesivos, y a la vez la armonía general de la persona; la pujanza incontenible, y a un tiempo la delicadeza de sus maneras. Su palabra era sobria, sus expresiones concisas, sus juicios claros y terminantes, su trato, de ejemplar civilidad y finura, su conversación en voz baja, y hasta cuentan que así daba órdenes decisivas en momentos de expectación o sobresalto.

     Bien resiste la comparación con los Capitanes de la Independencia sudamericana. Tenia el arrojo, la acometividad de Páez, el de las Queseras del Medio, la caballerosidad y la hidalguía de Sucre, el Gran Mariscal de Ayacucho, la hechura militar de San Martín, el que, en frase de Martí, iba a caballo, “envuelto en su capa de batalla, cruzando los Andes”.[6]

     Sí, una fuerza de la Naturaleza parece el héroe de la Invasión. Lo leve junto a lo formidable. Así, cuando avanza la tormenta sobre los mares, levanta la ola alterosa, invasora, rugiente, que en sus crestas se cubre de blanca espumas y en sus flancos se matiza de suaves coloraciones.

     Recordémosle en Costa Rica. Allí se dio a menesteres prácticos, con mando siempre, porque su natural señorío le conquistaba donde quiera el sitio preeminente. Pero aquellas actividades fueron para él cosas al margen de su misión fundamental, la que interrumpió un día memorable, cuando envainó a medias su espada y formuló la protesta[7] más bella que registran los anales de las guerras americanas por la libertad.

     Podemos representarnos a Maceo en sus horas de recogimiento y soledad en Costa Rica. Tienen los predestinados, en sus silencios, el lúcido presentimiento de su papel en la Historia. Puede ser que él imaginara, en sublime anticipación, la marcha imponente de sus tiradores hacia Occidente… Y en las tardes tranquilas de Centroamérica, cuando el crepúsculo tiende sus penumbras en el espacio, sus ojos, de seguro, buscaron más de una vez el punto del horizonte, indicador de la Isla irredenta…

     Pronto dejaría de reprimir sus impulsos. Pronto dejaría de aislarse en soledad luminosa, concentrada. Pronto estaría de nuevo en tierra cubana. Respira el aire de los campamentos, organiza la fuerza insurrecta a su mando, hace retroceder a la fuerza española en Palo Seco, en Sao del Indio, en Mal Tiempo… Asombra con victorias continuas al mundo, y ya no podríamos describirlo ni pintarlo sino con los versos estremecidos de Heredia ante el torrente:

en ásperos peñascos quebrantado,
te abalanzas violento, arrebatado,
como el destino irresistible y ciego.[8]

     Fueron Martí y Maceo los dos desterrados de más relieve, entre cuantos cubanos engrosaron los núcleos del extranjero. Valga decir aquí que ninguno de los dos representó, como raza, una parte de la población cubana. Eso no se discriminaba. Hoy la Constitución establece la norma a ese respecto, y ahora mismo en los Estados Unidos se declara, de una vez, la doctrina humana y justa, decisión que tendrá resonancia singular.

     Aquellos dos exilados destacaban una dualidad racial, pero no con sentido de separación o de desigualdad. Los dos eran símbolos de un propósito común. Los dos eran fuerzas convergentes en los orígenes de la Independencia. El propio Apóstol declaró un día: “No hay razas”.[9] Claro que no estaba negando la diversidad de caracteres antropológicos existentes. Aludía a la esencial condición humana, en lo psicológico, en lo moral. Y completa su pensamiento cuando dice que la división consiste en los buenos y los malos, en los que fundan y los que destruyen.[10] No son ideas aisladas. Vuelve sobre ellas y forman parte de su ideario rector.

     La cuestión racial no presenta solo el aspecto de la discriminación. También interesa la fusión. Un escritor de Colombia, Luis López de Mesa,[11] político, estadista, médico, además, plantea el problema de la fusión en su obra Disertación sociológica, y examina las posibilidades de conveniencia en cuanto al cruce étnico. No aventura mucho en sus aseveraciones, pues escribe con espíritu científico, sin prejuicios, objetivamente. No tiene teoría previa; quiere examinar hechos y dar con la verdad. No he visto que nadie plantee con tanto juicio y con tanta cautela una cuestión que los hechos, mucho más que las teorías, van resolviendo en no pocos países.

III

      El notable escritor colombiano establece, sin aseverar nada en cuanto a los resultados del cruce racial, los fines a que debe aspirarse en esa realidad de la convivencia. Dice que la cuestión está en producir un tipo humano de ejemplar anatomía, de calidad mental superior o que al menos no descienda del promedio, aptitud ética y líneas estéticas en el cuerpo. Por manera que este médico ensayista no pregunta por la filiación étnica sino por las características de la prole, en cuanto a los rasgos congénitos que, desenvueltos en el individuo, van a determinar efectos sociales seguros.

     Las páginas que López de Mesa dedica al asunto reflejan una preocupación y nota uno que el autor busca un criterio científico en los hechos. Pero estos no parecen haber arrojado todavía la luz necesaria para conclusiones acabadas. Se refiere al fenómeno de la fusión en el Brasil y en las islas Hawaii, países donde es intensa y genera naturalmente mutaciones antropológicas notorias. Recuerda casos en que la fusión ha producido realidades sociales desastrosas, como la de comunidades de indios de Suramérica que se mezclaron con japoneses. En general, la lectura deja la impresión de una cuestión abierta, sujeta a experimentos. En lo tocante a la América española, cuyos problemas trata en la mencionada obra, son los indios y los negros los componentes demográficos en mayor o menor fusión con el blanco europeo o descendiente de él.

     La primera vez que leí el libro de López de Mesa, recordé la figura de Maceo y pensé en lo que habría pensado si hubiera conocido al héroe cubano, sus líneas firmes, su apostura, su constitución anatómica, su presencia misma. Cabe creer que los artistas helénicos, ante un modelo tan impresionante, hubieran fijado la imagen en contornos estatuarios para ofrecerla a la contemplación de los siglos.

     Con motivo de la cuestión racial es oportuno evocar dos figuras de nuestro pasado inmediato. Estuvo Sanguily, según él declara, algunos años rastreando el fundamento de las ideas políticas de Montoro, el gran vocero del Partido Autonomista. Al fin, nos cuenta el ardoroso separatista halló esa base ideológica en un escrito de escasa importancia, en el prólogo que puso a Cuba y sus jueces[12] de don Raimundo Cabrera.[13] Una sola frase de Montoro bastó a Sanguily para percatarse de la doctrina. Se refiere Montoro a “las monstruosas condiciones sociales” de Cuba. Alude en esto a la escasa población blanca del país, y funda en esa escasez sus temores a la Independencia. Era el mismo pensamiento de Saco, en quien se inspiraron los autonomistas, como parte de su credo.[14]

     Claro que Montoro, a más de su tendencia conservadora, escribía a poca distancia de la esclavitud y era testigo de la impreparación cubana, que en este caso no era exclusiva de la raza de color, sino una condición bien general.

     Muy diferente en el caso de Martí, que resueltamente dijo: “no hay razas”. Y según ya noté, no es expresión accidental en los escritos del Apóstol. No pierde oportunidad para declarar su criterio en lo concerniente al punto.[15]

     Un artículo de Patria de 1892, ilustra conmovedoramente la posición de Martí. Los hechos, las peripecias todas de la Guerra de Yara atraían al Apóstol y gozaba oyendo de labios de jefes y de combatientes humildes lo que él llamaba “el cuento inmortal”.[16] No hablaba en esos casos, quería saberlo todo y atendía absorto el relato. Así se enteró de las virtudes de un negro cubano en el presidio de Ceuta. Tanto interesó a Martí lo que le contaron de aquel Marcelino Valenzuela, que le dedicó la página referida en su periódico Patria. Valenzuela recibía cuarenta pesos mensuales de la familia acaudalada que lo crió, y los repartía íntegros entre sus compañeros de prisión, Martí pinta el carácter, lo elogia y reproduce la frase del que le refirió el episodio: “Nadie llevó con más dignidad la vida del presidio que Marcelino Valenzuela”. De ese modo se enamoraba de las formas de la virtud en los hombres, así altos como humildes, sin atribuirlas a esta o a la otra raza sino a nuestra capacidad para el bien.[17]

     Mero accidente ha sido que repose el Maestro en Oriente, con la Sierra Maestra a la vista de su sepulcro, y que descansen los restos del Titán en una provincia de Occidente. Podemos imaginar que, de uno y otro sitio, de los dos dominios de la muerte, brotan rayos de luz que se cruzan en el espacio a la altura de esta región de Las Villas, en amoroso enlace, como para recordarnos que prevalezca siempre la concordia entre las dos razas que dejaron sus muertos en la ruta de la Invasión, crearon un Estado libre en América y reafirmaron el principio de la libertad en el mundo.

     No representa Martí, en Santiago, la parte blanca de nuestra población, ni representa Maceo en su tumba la parte negra del pueblo cubano. Los dos son símbolos de la voluntad y las virtudes de la nación en la unidad viviente de la Historia.

Medardo Vitier

Tomado de Valoraciones I, Universidad Central de Las Villas, 1960, pp. 310-319.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Evelio Rodríguez Lendián (1860-1939).

[2] Enrique José Varona: “Martí y su obra política” (discurso en la velada conmemorativa de la Sociedad Literaria Hispanoamericana de Nueva York, 14 de marzo de 1896), De la colonia a la república, La Habana, Sociedad Editorial Cuba Contemporánea, 1919, pp. 83-94.

[3] “Antes quisiera yo ver desplomadas, no digo las instituciones de los hombres, sino los astros todos del firmamento, que ver caer del pecho humano el sentimiento de la justicia, ese sol del mundo moral!”. [“Advertencia” a Dos discursos leídos en los exámenes del colegio del Salvador, el 16 de diciembre de 1861, publicados en la Habana por Imprenta del Tiempo, Calle Cuba, no. 37, en 1861. Véase José de la Luz y Caballero: Obras. Elencos y discursos académicos, presentación de Alicia Conde Rodríguez, La Habana, Ediciones Imagen Contemporánea, 2001, vol. III, p. 463].

[4] Véase Medardo Vitier: “Sobre los biógrafos de Luz Caballero” (Heraldo de Cuba, Habana, 20 de diciembre de 1914); “La sombra de Don José de la Luz” (La Discusión, Habana, 5 de julio de 1915); “Influencia de Luz y Caballero” (El Normalista, La Habana, enero-febrero de 1929); “José de la Luz y Caballero” (Estudios, notas, efigies cubanas, La Habana, Editorial Minerva, 1944, pp. 228-234); José de la Luz y Caballero como educador (Santa Clara, Cuba, Universidad Central de Las Villas, 1956); y “¿Volver a José de la Luz?” (Valoraciones, Santa Clara, Cuba, Universidad Central de Las Villas, 1960, t. I, pp. 331-334).

[5] Ignacio Agramonte Loynaz; el Mayor (1841-1873). Véase Medardo Vitier: “En el centenario de Agramonte”, Estudios, notas, efigies cubanas, La Habana, Editorial Minerva, 1944, pp. 187-197.

[6] JM: “Madre América”, discurso en la Sociedad Literaria Hispanoamericana de Nueva York, 19 de diciembre de 1889, OC, t. 6, p. 138.

[7] Protesta de Baraguá.

[8] José María Heredia: “Niágara”, Poesía cubana de la colonia. Antología, selección, prólogo y notas de Salvador Arias, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2002, p. 50.

[9] “No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la naturaleza, donde resal­ta, en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre”. (JM: “Nuestra América” (La Revista Ilustrada de Nueva York, 1ro de enero de 1891), Nuestra América. Edición crítica, prólogo y notas de Cintio Vitier, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2006, p. 49).

“No hay razas: no hay más que modificaciones diversas del hombre, en los detalles de hábito y forma que no les cambian lo idéntico y esencial, según las condiciones de clima e historia en que viva”. (JM: “La verdad sobre los Estados Unidos”, Patria, Nueva York, 23 de marzo de 1894, no. 104, pp. 1-2; OC, t. 28, p. 290).

[10] “Los hombres van en dos bandos: los que aman y fundan, los que odian y deshacen. Y la pelea del mundo viene a ser la de la dualidad hindú: bien contra mal. Como con el agua fuerte se ha de ir tentando el oro de los hombres. El que ama, es oro. El que ama poco, con trabajo, a regañadientes, contra su propia voluntad, o no ama,—no es oro. Que el amor sea la moda. Que se marque al que no ame, para que la pena lo convierta. Por española no hemos de querer mal a Santa Teresa, que fue quien dijo que el diablo era el que no sabía amar”. (JM: “Albertini y Cervantes”, Patria, Nueva York, 21 de mayo de 1892, no. 11, p. 2; OC, t. 4, p. 413).

“Unos están empeñados en edificar y levantar; otros nacen para abatir y destruir”. (JM: “El proceso de los anarquistas”, El Partido Liberal, México, 10 de septiembre de 1886, OCEC, t. 24, p. 200).

“La gran división que pone de un lado a unos seres humanos, y conserva a otros, como ornamentos, de otro lado, es la división entre egoístas y altruistas, entre aquellos que viven exclusivamente para su propio beneficio y el pequeño grupo de seres que dependen directamente de ellos, egoístas estos últimos en grado menor y con circunstancia atenuante; y aquellos a quienes más que el propio bien, o tanto por lo menos, preocupa el bien de los demás. El avaro es el tipo esencial del egoísta: el héroe es el tipo esencial del altruista”. (JM: “Libro nuevo y curioso”, La América, Nueva York, mayo de 1894, OCEC, t. 19, p. 191).

“Unos están en el mundo para minar; y para edificar están otros. La pelea es continua entre el genio albañil y el genio roedor. Unos trabajan con la uña y el diente: otros con la cuchara y el nivel”. (JM: “Rafael Serra. Para un libro”, Patria, Nueva York, 26 de marzo de 1892, no. 3, p. 3; OC, t. 4, p. 380).

“El mundo tiene dos campos: todos los que aborrecen la libertad, porque solo la quieren para sí, están en uno; los que aman la libertad, y la quieren para todos, están en otro”. (JM: “Un español”, Patria, Nueva York, 16 de abril de 1892, no. 6, p. 3; OC, t. 4, p. 389).

[11] Luis López de Mesa (1884-1967).

[12] Raimundo Cabrera: Cuba y sus jueces. Rectificaciones oportunas, Habana, Imprenta El Retiro, 1887.

[13] Raimundo Cabrera Bosch (1852-1923).

[14] “La reforma del gobierno colonial fue la otra gran preocupación de su largo batallar. En realidad, hizo de esto el afán central de su existencia. No era separatista ni anexionista. Lo primero por creerlo ilusorio en un pueblo sin madurez histórica; lo segundo por lo ya apuntado, la escasa población blanca y la seguridad de que nuestra nacionalidad sería absorbida. Abogó por reformas descentralizadoras que inspiraron después a los autonomistas en buena parte de su ideario”. (Medardo Vitier: “José Antonio Saco”, Estudios, notas, efigies cubanas, La Habana, Editorial Minerva, 1944, p. 222).

[15] Véanse, entre otros textos: “Lectura en Steck Hall”, Nueva York, 24 de enero de 1880, OCEC, t. 6, pp. 155-158; “Carta al general Antonio Maceo”, Nueva York, 20 de julio de 1882, OCEC, t. 17, p. 324; “[Discurso en homenaje a Gregorio Luperón]”, [Nueva York, septiembre de 1884], OCEC, t. 19, pp. 309-310; “Con todos, y para el bien de todos”, Tampa, 26 de noviembre de 1891, OC, t. 4, pp. 276-277; “Rafael Serra. Para un libro”, Patria, Nueva York, 26 de marzo de 1892, no. 3, p. 3 (OC, t. 4, pp. 379-381); “El 22 de marzo de 1873. La abolición de la esclavitud en Puerto Rico”, Patria, Nueva York, 1º de abril de 1893, no. 55, p. 3 (OC, t. 5, pp. 325-329); “‘Mi raza’”, Patria, Nueva York, 16 de abril de 1893, no. 57, p. 2 (OC, t. 2, pp. 298-300); “Para las Escenas” [1893], Anuario del Centro de Estudios Martianos, La Habana, 1978, no. 1, pp. 33-34; “El plato de lentejas”, Patria, Nueva York, 6 de enero de 1894, no. 93, pp. 2-3 (OC, t. 3, pp. 26-30); “Sobre negros y blancos”, Patria, Nueva York, 16 de marzo de 1894, no. 103, p. 2 (OC, t. 3, pp. 80-82); “Los cubanos de Jamaica y los revolucionarios de Haití”, Patria, Nueva York, 31 de marzo de 1894, no. 105, pp. 1-2 (OC, t. 3, pp. 103-106); y Manifiesto de Montecristi. El Partido Revolucionario a Cuba, (25 de marzo de 1895), La Habana, Centro de Estudios Martianos y Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, 2008. Consúltese también de Fina García Marruz: “El problema negro”, El amor como energía revolucionaria en José Martí, Albur, órgano de los estudiantes del Instituto Superior de Arte, núm. especial, La Habana, mayo de 1992.

[16] JM: “Discurso en conmemoración del 10 de octubre de 1868”, Hardman Hall, Nueva York, 10 de octubre de 1890, OC, t. 4, p. 248.

[17] JM: “Caracteres cubanos”, Patria, Nueva York, 1o de noviembre de 1892, no. 34, p. 3. (OC, t.4, pp. 426-427).