ACTO SEGUNDO
La misma escena. La tarde del mismo día.
Entra Luis Laine. —Marta está sentada delante de la cabaña; sacude algunas migajas de pan que han quedado en su ropa.
Luis Laine. —¡Y bien! ¿has comido?
Marta. —No tenía hambre.
Luis Laine. —Un pedazo de pan seco, ¿eh? ¿Es para avergonzarme por haber estado en su casa?
¡Y te haces tu pan tú sola! Pues no puedes comer el mismo que los otros.
Marta. —No puedo comer el pan que hacen aquí, no está cocido.
Luis Laine. —¿Y por qué estás siempre trabajando? No soy yo quien te lo pide.
Marta. —Pero no hay nadie que nos sirva.
Luis Laine. —¿Y por qué estás siempre mal vestida? Sentía vergüenza hace un momento
Ante ellos. ¡Mira la ropa que tienes!
Marta. —Es bastante buena para mí.
Luis Laine. —¿Por qué no has venido a comer con nosotros?
Marta. —No quiero comer con ellos.
Luis Laine. —¿Por qué? ¿qué tienes contra ellos? ¡Vamos, habla!
No nos han hecho más que bien. Te invitan gentilmente, y rehúsas con grosería. Sigues siendo de tu país.
Marta. —No comeré con ellos.
Luis Laine. —¿Por qué, mala? ¡Vamos! ¡Di lo que tienes que decir! Valen tanto como tú.
¿Qué melindres son esos? Prefieres comer tu pan completamente sola, ¿no es cierto?
Pero es para contrariarme, porque crees que me gusta ir a su casa.
Pues tienes celos de todo lo que me agrada.
Y eso no me agrada, pero lo hago, sin embargo, ya ves,
Porque me conviene. Pero tú,
No eres sino una egoísta, eso es todo.
Marta. —Laine, ¿por qué me hablas así?
¿Por qué quieres que vea a esa mujer?
Luis Laine. —¡Esa mujer! Podrías ser cortés.
¡Vale tanto como tú! ¡Oh, sé lo que quieres decir! Pero no hay que hablar sin saber.
No es lo que tú piensas, ella me lo ha explicado todo.
Pero tú te crees más razonable que todo el mundo.
Vivir pegado a la tierra no basta. ¡Hay la inteligencia!
Ella me escucha cuando hablo, y se puede conversar con ella, y no le parece que yo sea un loco.
Marta. —¡Oh, nunca he dicho que seas un loco, Luis! (Llora).
No es culpa mía si no soy inteligente.
Luis Laine. —¡Vamos, no llores! ¡Vaya! ¡No llores, anda!
Es cierto, he sido brutal. Perdóname.
Marta. —Ya no eres el mismo.
Luis Laine. —Dulce-Amarga, eres simple y apacible.
Eres constante y unida, y no te asombrarán con palabras exageradas. Así fuiste y así eres todavía.
Lo que tienes que decir, lo dices. Eres como una lámpara alumbrada, y donde tú estás, se ve claro.
Por eso sucede que tengo miedo y quisiera ocultarme de ti.
Marta. —¿Miedo? ¿de mí? ¿Puedo hacerte mal? ¿Y qué temerías descubrirme?
Luis Laine. —Sí.
Parece muy prudente, y sin embargo es preciso que tengas una falla.
Pues
¿Cómo explicar que me hayas amado, a mí, que no era sino un niño,
Y alguien que viene de no se sabe dónde? Pues no sabías quién era yo,
Pero no tuve más que tomarte de la mano y viniste conmigo.
¡Qué vergüenza deben haber sentido!
Pues alguien al verte hubiese pensado
Que desposarías a quien tus padres te dijeran y que habrías estado contenta de ser su mujer.
Sí, yo era un extraño, y si otro hubiese venido… Sin duda te aburrías en tu casa.
Marta. —¡Laine, no hables así de ti mismo! ¿Por qué me humillas de ese modo?
¿He hecho mal en amarte? ¿y no te he desposado legítimamente?
Luis Laine. —Yo no era más que un niño. Pero tú, tú debiste saber y no escuchar lo que te decía.
Marta. —¡Es demasiado tarde! Recuerda que te respondí: “¡Aquí estoy y te pertenezco!
¡Cuida de mí! ¡Pues me guardarás siempre contigo, ya te parezca dulce o desagradable! Y estaré suspendida de ti, pesadamente”.
Y tú decías que me amabas.
Luis Laine. —¡Ciertamente yo te amaba! Y te amo todavía.
Vaya, Marta, no te haré ningún reproche.
¡Pero soy yo el que actuó aturdidamente! Nunca debí desposarte.
El hombre tiene deberes. He contraído deberes hacia ti. Sí, no los desconozco.
Pero no puedo cumplirlos.
No puedo mantenerte. Todo va bien ahora, pero ¿cómo haremos cuando tengamos niños, has pensado en ello?
Es preciso pensar en el porvenir también.
¡Déjame ir! ¡Déjame ir y no me retengas, como a alguien que se tiene de la mano, iluminándole la cara con una luz!
Iré allá donde no haya nadie conmigo.
¿Puedo acaso mantenerte? Mira, ¿qué es lo que sé hacer? He preguntado a Thomas Pollock Nageoire
Si era capaz de hacer algo, y me ha dicho que no.
Silencio.
Marta. —Es lo que me decía también hace poco.
Luis Laine. —¿De veras? ¿te ha hablado él ya?
Marta. —¿Ya?
Luis Laine. —Di. ¿Qué piensas de él?
Marta. —Que es muy rico.
Luis Laine. —¿Rico? ¡Es rico como un rey!
Marta. —Sí.
Luis Laine. —¡Un empuje terrible! Es como los tugs; los hay que empujan y los hay que tiran.
Marta. —Sí.
Luis Laine. —¡Se habla de él en todas partes!
¡Qué nervio! ¡Qué golpe de vista! ¡Tan rico, tan simple!
Me ha sorprendido ver que podía amar a alguien.
¡Y un verdadero rey, te digo!
Marta. —Sí.
Luis Laine. —Ha donado cien mil dólares al hospital de los Éticos. No me acuerdo ya, creo que es una sociedad de cultura.
¡Un rey!
Coge con una mano y da con la otra. Y aquella que desposara…
Marta. —¿Cómo? ¿no está casado ya?
Luis Laine. —No ves las cosas como se debe.
El matrimonio es un contrato y se disuelve por el consentimiento de las partes.
En cuanto a Lechy, no se empeña en seguir siendo su mujer.
Tú sabes, es una artista, dice que yo soy un artista también: no le importa el dinero. Y él nunca la ha querido.
La tiene, pues bien, como se tiene un caballo.
Marta. —Si.
Luis Laine. —¡No es lo mismo!
Es un hombre reflexivo y que no dejará caprichosamente a la que haya amado una vez de veras.
Tener
Una mujer simple y dulce, ¡eso es! —¡Quisiera que fueses dichosa, Marta!
Quisiera haber reparado el mal que te he hecho.
Escucha. ¿Quizás ya sabes lo que voy a decirte?
Marta. —¿Quizás lo sé?
Luis Laine. —Escucha, y no tomes a mal lo que voy a decirte, y piensa que me es muy duro.
Pero reflexiona, y tal vez ya has reflexionado.
No sé lo que te dijo esta mañana.
Mírame bien y considera si puedes esperar de mí
Otra cosa que tormento y pena.
Pues un espíritu terrestre habita en mí, y la razón en ello no puede nada.
Y no harás de mí lo que quieras.
Déjame ir y no te ligues a mí.
Yo no sé lo que él te dijo esta mañana,
Pero
Si es que te habría querido para ser su mujer…
Marta. —Ho! ho!
¡Reconoce mi rostro! ¡Mira el rostro que hacia el tuyo se volvía con reverencia!
¡Mira el rostro de tu mujer y contémplalo cubierto del fuego de la vergüenza!
¡Oh rojez insolente! ¡Oh rubor,
He aquí que estallas, de suerte que en ti mi cara se dilata!
¡Afluye, calor! ¡Estalla. oh sangre! ¡Llamea, rostro ultrajado!
¡Luis, has hecho algo vergonzoso! He aquí que has vendido a tu mujer por dinero.
Dices que no sabes lo que me dijo, pues sabe que no me dijo nada.
Pero, sin decir una palabra, me asió con las manos como una cosa que es de aquel que la coge.
Si yo fuera el perro que duerme a tus pies,
O el caballo, viejo servidor que es tiempo de vender para que sea sacrificado,
No pondrías la cuerda en la mano del comprador
Sin alguna pequeña pena quizás.
Pero deseas ardientemente librarte de mí, y el dinero viene por añadidura.
¡Desdichada de mí!
¡Me he dado a ti, y desdichada de mí porque me has vendido,
Poniéndome la mano sobre la espalda, como una bestia que se vende en pie! Y he aquí que estás contento,
Como el padre de familia que, habiendo concluido un trato y repasando cada punto en Su espíritu, se siente lleno de alegría,
Pues piensa que es el ganador y no el que ha perdido.
Luis Laine. —¡Marta!
Traducción de Cintio Vitier
(Termina en el próximo número)
Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, 1955, año XII, no. 38, pp. 3-29.
Traducciones de Cintio Vitier publicadas en la revista Orígenes.