Marta. —No te ha sido dada en vano.
     Luis Laine. —¡Seré libre en todo! ¡haré lo que me plazca hacer!
     ¡En la mañana cuando abro los ojos,
     Me recuerdo en mi lecho, y la alegría entra en mi corazón!
     Porque soy joven,
     Porque la larga vida es mía, y veo mis ropas por tierra.
     ¡El cielo! ¡la corriente de agua!
     Y el sol que está atado a la Tierra, como con una cuerda,
     Y la luna de medianoche como un gallo blanco!
     ¡Iré! ¡Iré!
     Marta. —¿Adónde?
     Luis Laine. —Bajo el cielo aborregado, mascaré cada yerba para conocer el gusto que tiene.
     Marta. —Hazlo, y acaso encontrarás la que da la inteligencia.
     Toda planta tiene su sabor,
     Acre o dulce, según lo ha sacado de la tierra.

Pausa.
Cava el suelo con el talón.

     La tierra de exilio, la tierra de muerte, sobre la que desciende la lluvia, hacia la que toda criatura se inclina.
     Y tal es el olor de la rosa y de toda flor a la que uno se acerca,
     Y el melocotón que madura para ser comido y esa flor felpuda corno una oreja de cordero.
     En el tiempo que una mariposa tarda en levantarse ante tus pasos, abriendo de golpe la boca y sucumbiendo al peso de la cabeza,
     Te sentarás en la muerte.
     Y de los animales unos pacen lo que brota de la tierra; y los otros los devoran.
     Pero ¿dónde está el vínculo del hombre, que en el vientre porta el sello de su nacimiento?:
     Escucha.
     Luis Laine. —Escucho, Dulce-Amarga.
     Marta. —¡Dulce-Amarga! ¿Por qué me llamas con ese nombre que me da placer y pena?
     ¡Pero escucha! Una mujer te puso en el mundo, y ahora, he aquí una mujer otra vez.
     Luis Laine. —¿Y por eso es preciso que te ame a ti sola?
     Marta. —Sí.
     Luis Laine. —¡Oh la gallina que ha puesto sus huevos y quiere siempre guardar a sus pequeños bajo sus alas!
     Pero mira: mi boca está des-sellada y respiro por una contracción que está adentro de mí.
     Y como el pan que he ganado.
     Pero la mujer no puede bastarse a sí misma, y es preciso que te sostenga, y que tú me tomes lo que es mío.
     Marta. —Es cierto, no soy yo quien te ha dado la vida.
     Pero estoy aquí para pedírtela de nuevo. Y de ahí viene al hombre ante la mujer.

     Esa turbación cual de la conciencia, como en la presencia del acreedor.
     Luis Laine. —Hay otras mujeres.
     Marta. —¡No es cierto, no hay otras mujeres!
     ¿Por qué dices eso, expresamente para hacerme sufrir?
     ¡No te fíes de las otras mujeres! Escúchame, pues las conozco.
     No te fíes de las rubias, pues son cobardes e infieles.
     Ni de las morenas, pues son duras y celosas. Ni de las castañas.
     ¡No te fíes de las mujeres! ¡No te fíes de la cara pérfida que está llena de líneas
     Y de secretos, como la mano!
     ¡Se reirán de ti, como de alguien a quien la luna deslumbra!
     Pero si hubiera una que tú amases,
     Dímelo, y yo te explicaré por qué no es tan bella como yo.
     Porque no hay ninguna que te ame como yo y que te conozca como te conozco.
     Y por eso te soy dulce y amarga.
     —¡Tengo vergüenza, Laine!
     Luis Laine. —¿Qué tienes que decir todavía?
     Marta. —¡Tengo celos!
     Luis Laine. —¿Celos de quién?
     Marta. —¿Por qué no quieres responderme? Dime que me amas a mí sola.
     Luis Laine. —A ti sola.
     Marta. —Dime que no conoces otras mujeres.
     Luis Laine. —Ninguna.
     Marta. —¡Júralo!
     Luis Laine. —Lo juro. Es vergonzoso mentir.

Largo silencio.
Entran por el costado Thomas Pollock Nageoire
y Lechy Elbernon.

     Lechy Elbernon, gritando de lejos. —¡Hello!

Cuando llegan cerca,
Marta se levanta lentamente;
Luis Laine permanece acostado,
con los ojos cerrados.

     Thomas Pollock Nageoire. —¡Hello!
     Lechy Elbernon, riendo con los ojos. —¡Buenos días!

Marta la saluda silenciosamente.

     Lechy Elbernon. —¿Es que duerme? Mírenlo así extendido.

Le levanta la cabeza con el pie.

     ¿Me oye usted?
     ¡Levántese! No es bueno el sol cuando se está acostado.

     Luis Laine, tendiéndole la mano. —¡Ayúdeme!
     Lechy Elbernon. —Pull up!

Se levantan. Se miran
los cuatro sin decir nada.

     Luis Laine, a Thomas Pollock Nageoire. —Lo creía aún en el Canadá.
     Thomas Pollock Nageoire. —No, llego de Denver.

Silencio.

     Luis Laine. —¿Dicen que las cosas no marchan bien por allá?
     Thomas Pollock Nageoire. —Yes, sir! Están en agua, tibia, es positivo, desde que la India detuvo la acuñación de la plata. El dollar vale cincuenta y cuatro cents, man!
     El oro es todo; no hay más valor que el oro. Nadie cree ya en la plata. Yo siempre lo he dicho: un solo valor, un solo precio, un solo metal.
     Luis Laine. —¿Malo para los negocios, eh?
     Thomas Pollock Nageoire. —¡Well!
     Luis Laine. —¡Bueno, usted es rico! Eso le da igual.
     Thomas Pollock Nageoire. —¡Well!
     Marta. —¿Usted es comisionista, creo? ¿Cómo se dice?
     Thomas Pollock Nageoire. —¡Soy de todo!
     Compro todo, vendo todo. Si usted tiene zapatos viejos que vender, tráigamelos.
     Nada por nada. Toda cosa tiene su precio.
     No dé nunca nada por nada.
     ¿Pero no ha visto nunca mi casa de New York?
     Old Slip, see?
     Marta. —No.
     Thomas Pollock Nageoire. —Es a la izquierda, la vieja casa donde hay un reloj.
     Tendré que enseñársela.
     Hay muchas cosas allá dentro. Como los dínamos están en los sótanos de los hoteles y como las iglesias son edificadas sobre las osamentas de los santos, toda la fundación
     Contiene el oro y la plata en los cofres fuertes que están alineados como toneles, y el depósito de los títulos y de los valores.
     Y así como el domingo se envía a la pequeña a buscar la cerveza en un jarro,
     Aquí es donde se va a sacar el dinero.
     Y encima está la caja.
     En medio está la caja, y a la derecha mi banco, y a la izquierda la oficina de flete y armamento.
     Y arriba estoy yo, y allí el servicio telegráfico.
     ¡Toc, tac tac!
     ¡He ahí Chicago! ¡He ahí Londres! ¡He ahí Hamburgo!
     Y yo estoy allí como entre manos que hacen signos, como alguien que escucha y alguien que pregunta y que responde.
     Lechy Elbernon. —¡Adelante!
     ¡Vedlo iluminarse, como cuando hay alguien a quien hundir, la mirada fija igual que un boxeador que ríe! ¡Adelante, oso blanco!