A JOSÉ ALFONSO LUCENA[1]

New York, 9 de octubre, 1885.

     Sr. J. A. Lucena

     Philadelphia

     Mi distinguido compatriota:

     Acabo de recibir, con entrañable reconocimiento, y como el premio más dulce, la invitación que a nombre de la lealísima emigración de Philadelphia se sirven Vds. hacerme, para que comparta con ella, en su propia casa, la honra de llevar flores tristes y lanzas enlutadas a los pies de nuestros héroes y de nuestros muertos, mañana, 10 de Octubre.—Me estimo más a mí mismo por haber merecido de Vds. esta invitación: y si de algo puede servir un alma consagrada sencillamente al deber,—a los hombres admirables que recuerda el 10 de Octubre y a la emigración de Philadelphia que sabe honrarlos, se la mando entera.

     Pero, por desdicha, mi mismo amor a mi patria y a su independencia me impiden acudir esta vez a conmemorar con Vds.,[2] como acá en mi propio altar interior conmemoro, fervientemente, los esfuerzos de los que han perecido por asegurarla, y escribieron una epopeya, en tiempos en que ya no parece el mundo[3] capaz de escribirlas ni de entenderlas.

     Cada cubano que muere es un canto más;—y cada cubano que vive debe ser un templo donde honrarlo: así mi corazón, lleno de estas memorias de manera que fuera de ellas no vive, y muere de ellas.

     Ni un solo instante me arrepiento de haber estado con los vencidos desde la terminación de nuestra guerra,[4] y de seguir entre ellos, porque con ellos ha estado hasta ahora no solo  el sentimiento que anima a las grandes empresas, sino la razón que justifica los sacrificios que se hacen para lograrlas.—Cuanto puedo dar he dado, y he de dar, obrando activamente, ya en lo visible, ya con mi mismo silencio, para obtener en mi país la cesación de un gobierno que lo maltrata y desafía, y sustituirle otro que asegure el decoro y la hacienda de sus hijos,—el decoro sobre todo, que vale más que la hacienda.—Cuanto puedo hacer he hecho por salvar a mi país de una situación ahogada y odiosa, sin llevarle con este pretexto a otra que pudiera ser aún más temible; por inspirar en nuestros elementos revolucionarios, ya que la Isla parece necesitar una revolución, un espíritu de grandeza y de concordia que atrajese las simpatías y afirmase la fe de nuestra patria, que allegase sinceramente a los tibios y a los adversarios, que hiciese posible una victoria grande e inmediata, a poco costo de sangre de amigos y enemigos, no para abrir en Cuba una era de parcialidades y de enconos, sino para levantar adonde ella puede subir, si sus malos defensores no la echan abajo,—a la altura de pueblo verdaderamente libre y dueño de sí mismo, no[5] a la condición infeliz de tierra invadida por fuerzas ciegas y rencorosas.—Cuanto puedo hacer he hecho,—y hoy la emigración de Philadelphia, llamándome a su lado me lo premia, por preparar la guerra inevitable de manera que el país pudiese tener fe en ella, y la victoria asegurase a sus hijos su independencia de extraños y de propios.

     Tal vez, a pesar de mi repugnancia a ocupar a los demás con mis opiniones y actos personales, habrá llegado a Philadelphia el rumor de que de un año acá vienen siendo muy grandes mis temores de que los trabajos emprendidos por llevar a nuestra patria una nueva guerra, precisamente en los momentos en que Cuba parecía más necesitada de ella y más dispuesta a recibirla, han sido enteramente distintos de los que a mi juicio son indispensables para que la Isla acepte con confianza y siga con júbilo la revolución que hubiese de salvarla. Sentí, sin exageraciones mujeriles, que comencé a morir el día en que este miedo entró en mi alma.—Y como creo, por lo que hace a mí, que la tiranía es una misma en sus varias formas, aun cuando se vista en algunas de ellas de nombres hermosos y de hechos grandes; como creo que la manera menos eficaz de servir a la independencia de la patria es preparar la guerra necesaria para conseguirla, de manera que alarme al país en vez de asegurarle su entusiasta confianza, resolví—desde el primer instante en que creí desatendidos estos que yo estimo grandes deberes—no oponerme en el camino de los que piensan de manera distinta[6] de la mía, puesto que nadie debe impedir que se haga lo que no tiene medios de hacer,—ni ayudar las labores que a mi juicio han comprometido la suerte de la revolución, y con ella la de la patria, en los instantes mismos en que, acorralados de nuevo sus hijos y exhaustas sus esperanzas y sus arcas, parecía fácil llevar a la Isla una guerra magnánima, corta y digna de ensangrentar a un pueblo por los beneficios de libertad y bienestar que había de recoger de ella.[7]

     ¿Qué había de hacer en este conflicto un hombre honrado, y amigo de su patria? Ah! lo que hago ahora:—decirlo en secreto, cuando me he visto forzado a decirlo, de modo que mi resistencia pasiva aproveche, como yo creo que aprovecha, a la causa de la independencia de mi país;—no decirlo jamás en alta voz, para que ni los adversarios se aperciban, —porque es mejor dejarse morir de las heridas que permitir que las vea el enemigo,—ni se me puede culpar de haber entibiado, en una hora que pudo ser, y acaso sea, decisiva, el entusiasmo tan necesario en las épocas críticas como la razón.

     Un año entero he vivido en este tristísimo silencio. Crear una rebelión de palabras en momentos en que todo silencio sería poco para la acción, y toda acción es poca,—ni me hubiera parecido digno de mí, ni mi pueblo sensato me lo hubiera soportado. Ya yo me preparaba a emprender camino ¡quién sabe a qué y hasta dónde! en servicio activo de esta empresa; y cuando creí que el patriotismo me vedaba emprenderlo ¡qué tristeza, qué tristeza mortal, de la que nunca podré ya reponerme! ¿Cómo serviré yo mejor a mi tierra?, me pregunté: Yo jamás me pregunto otra cosa. Y me respondí de esta manera:—“Ahoga todos tus ímpetus: sacrifica las esperanzas de toda tu vida: hazte a un lado en esta hora posible del triunfo, antes de autorizar lo que crees funesto: mantente atado, en esta hora de obrar, antes de obrar mal, antes de servir mal a tu tierra so pretexto de servirla bien”.—Y sin oponerme a los planes de nadie ni levantar yo planes por mí mismo, me he quedado en el silencio, significando con él que no se debe poner mano sobre la paz y la vida de un pueblo sino con un espíritu de generosidad casi divina, en que los que se sacrifiquen por él garanticen de antemano con actos y palabras el explícito intento de poner la tierra que se liberta en manos de sus hijos, en vez de poner, como harían los malvados, sus propias manos en ella, so capa de triunfadores.—La independencia de un pueblo consiste en el respeto que los poderes públicos demuestren a cada uno de sus hijos.—En la hora de la victoria solo  fructifican las semillas que se siembran en la hora de la guerra.—Un pueblo, antes de ser llamado a guerra, tiene que saber tras de qué va, y adónde va, y qué le ha de venir después.—Tan ultrajados hemos vivido los cubanos que en mí es locura el deseo, y roca la determinación, de ver guiadas las cosas de mi tierra de manera que se respete como a persona sagrada la persona de cada cubano,[8] y se reconozca que en las cosas del país no hay más voluntad que la que exprese el país, ni ha de pensarse en más interés que en el suyo.

     Convencido yo de la necesidad de que en una guerra que va a mover tantas pasiones, como llevada por caminos que no sean esos moverá una guerra en Cuba, es indispensable a la salud de la patria que alguien represente, sin vacilación y sin cobardía, los principios esenciales, de tendencia y de método, que he creído yo ver en peligro,—y puesto por el curso de las cosas en ocasión de ayudar con gloria a olvidarlos, o de representarlos en la oscuridad y el olvido, decidí representarlos.—Organizada en tanto la emigración, esta emigración, que impone respeto y amor por sus virtudes, en acuerdo con las labores activas de las cuales había yo creído deber apartarme, para servir a mi patria mejor, resulta hoy, con un dolor penetrante para mí, que no puedo tomar parte en la conmemoración de ese día que ningún cubano debe traer nunca a la memoria sin ponerse en pie y descubrirse la cabeza, porque—reunidas en una la conmemoración del 10 de Octubre y el acto político que en estas circunstancias va envuelto en ella, parecería hoy y parecerá mañana que yo había aprobado con mi presencia en él, aquello mismo que por la salud de mi patria condeno.—O si tomase parte en él, tendría que explicar esta posición personal mía, lo que sería indigno de la majestad del acto: ¿qué pareceres de hombre vivo significan nada ¡ay! al lado de tanta ruina que cae, de tanta sangre que humea, de tanto héroe que está en pie después de muerto?

     Me afligiré, pues, acá a mis solas. Se me irá el alma adonde están Vds., y la palabra encendida. Tiemblo de pensar en lo que sufrimos; como tiemblo de pensar en que por errores de conducta o falta de grandeza pudiéramos perder la oportunidad de redimirnos. —Pero mi patria me manda vigilar por ella, y sacrificarle mi deseo, puesto que así la sirvo, —aunque diciéndole mi dolor a los que la quieren y se acuerdan de mí, para que no piensen mal del que solo vive para ella y para ellos.

     Es mi deseo dejar escrita esta carta; pero no es mi deseo, antes sería para mí ocasión de dolor y pecado, que se lea en la reunión de mañana. No, por Dios! La razón es fría, y las cosas de la tierra no deben ir a perturbar en su día de fiesta a los que están por sobre ella. Nada más que palmas y corazones encendidos haya para los héroes[9] de nuestro 10 de Octubre. Excusen Vds. mi ausencia, si alguien se fija en ella: con las frases prudentes que esta carta les inspire, pero de manera ¡oh sí! que no parezca, por este sacrificio que hago, mermado el amor a la patria que me lo aconseja.

     Y si después creen útil leerla, o pedirme más explicaciones de ella, léanla si les parece bien, y ordénenme, que yo soy el esclavo de mis compatriotas; pero que no sea la voz de mi juicio la que vaya, en estas horas de templo, a entibiar las esperanzas patrióticas de aquellos que tienen en mí, reconocido y desconocido, el servidor más apasionado que pueden tener entre los hombres.—

     De toda mi alma, si es digna de ello, hago una corona, y la pongo, por la mano de los emigrados de Philadelphia, en el altar de los mártires del 10 de Octubre.—

     Queda sirviéndoles, mis distinguidos compatriotas,

José Martí

La Discusión, La Habana, 9 de octubre de 1922.
[Fotocopia del artículo en CEM]
[Manuscrito en CEM]

Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2010, t. 23, pp. 171-175.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Esta carta la dio a conocer Enrique Ubieta en el periódico La Discusión (La Habana), el 9 de octubre de 1922, quien consideró que sus destinatarios eran José Antonio Lucena y Fermín Valdés-Domínguez, que no residía en Filadelfia en 1885. Posteriormente se ha publicado como si hubiera dirigido solamente a Lucena, poniendo en singular el encabezamiento, pero dejando en plural la frase “se sirven de Vds.”. En el manuscrito aparece tachado el nombre del primer destinatario. Sin embargo, por encima del borde de la tachadura hay rasgos que indican que la inicial del nombre es una F, y la del apellido una D; en su parte inferior se ven rasgos de una g y de una z, lo que lleva a la conclusión de que se trata de Francisco Domínguez quien, en unión de José Alfonso Lucena y no José Antonio, como se ha publicado hasta ahora —ambos emigrados y residentes en Filadelfia— organizaron el acto de conmemoración del 10 de Octubre ese año en la mencionada ciudad, para lo cual, como se deduce del texto de esta carta, invitaron a Martí. Esto se confirma en El Avisador Cubano (Nueva York), de 14 de octubre del propio año, el que informa que en la conmemoración de dicha fecha patriótica en la ciudad de Filadelfia hicieron uso de la palabra Domínguez y Lucena, entre otros patriotas. (EJM, t. I, p. 310, nota 1).

[2] A un año de su separación del plan liderado por Máximo Gómez era difícil para José Martí presentarse ante la emigración de Filadelfia, donde había muchos seguidores de aquel proyecto. Recuérdese que poco más de tres meses atrás, el 25 de junio, Martí había sostenido una reunión con los emigrados de Nueva York para aclarar su conducta. Véase en el t. 22 de OCEC, pp. 331-334, el “[Borrador del discurso pronunciado el 25 de junio de 1885, en Clarendon Hall]”.

[3] Roto el manuscrito. Se sigue la lección de EJM, t. I, p. 311.

[4] Referencia a la Guerra de los Diez Años.

[5] Roto el manuscrito. Se sigue la lección de EJM, t. I, p. 311.

[6] Roto el manuscrito. Se sigue la lección de EJM, t. I, p. 312.

[7] José Martí alude a su separación, el 20 de octubre de 1884, del proyecto revolucionario encabezado por el general Máximo Gómez, a quien dirigió una carta en esa fecha exponiéndole ampliamente sus razones. Véase en OCEC, t. 17, pp. 384-387.

[8] Compárese con una idea similar desarrollada seis años más tarde en su discurso “Con todos, y para el bien de todos”: “Porque si en las cosas de mi patria me fuera dado preferir un bien a todos los demás, un bien fundamental que de todos los del país fuera base y principio, y sin el que los demás bienes serían falaces e inseguros, ese sería el bien que yo prefiriera: yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre” (OC, t. 4, p. 270). (N. del E. del sitio web).

[9] Borroso el manuscrito. Se sigue la lección de EJM, t. I, p. 313.