VIII
Yo soy el mentiroso que siempre dice su verdad.
Quien no puede desmentirse ni ser otra cosa que inocente.
Yo soy un niño que recibe por sus ojos la verdad de su inocencia.
Un navegante ciego en busca de su morada, que tropieza en las
rocas vivientes del cuerpo humano, que va y viene hacia la
tierra el peso agobiante de su pequeño corazón.
Quien padece su cuerpo como una herejía, y sabe que lo ignora.
Quien suplica un poco más de tiempo para olvidarse.
La mano de su Padre recogiéndolo piadosa en medio del parque.
Sonriendo, sollozando, mintiendo, proclamando su nombre
sordamente.
Bufón de Dios, vestido de pecado, sonriendo, gritando bajo la piel,
por su fantasma venidero.
Amor hacia las más bellas torres de la tierra.
Amor hacia los cuerpos que son como resplandecientes
afirmaciones.
Amor, ciegamente, amor, y la muerte velando y sonriendo en el
balcón de los cuerpos más hermosos.
Las manos afirmando y el corazón negando.
Vuelve, vuelve a soñar, inventa las precisas realidades.
Aduéñate del corazón que te desdeña bajo los cielos de Burma.
Sueña donde desees lo que desees. No aceptes. No renuncies.
Reconcilia.
Navega majestuoso el corazón que te desdeña.
Sueña e inventa tus dulces imprecisas realidades, escribe su nombre
en las arenas, entrégalo al mar, viaja con él, silente navío
desterrado.
Inventa tus precisas realidades y borra su nombre en las arenas.
Mintiendo por mis ojos la dura verdad de mi inocencia.
IX
Estamos en Ceylán a la sombra crujiente de los arrozales.
Hablamos invisiblemente la Emperatriz Faustina,
Juliano el Apóstata y yo.
Niño, dijeron, qué haces tan temprano en Ceylán,
Qué haces en Ceylán si no has muerto todavía,
Y aquí estamos para discutir las palabras del Patriarca Cirilo,
Y hablaremos hebreo, y tú no sabes hebreo?
El emperador Constantino sorbe ensimismado sus refrescos de fresa.
Y oye los vagidos victoriosos del niño occidente.
Desde Alejandría le llegan sueños y entrañas de aves tenebrosas
como la herejía.
Pasan Paulino de Tiro y Patrófilo de Shitópolis.
Pasan Narciso de Neronias, Teodoto de Laodicea, el Patriarca
Atanasio.
Y el Emperador Constantino acaricia los hombros de un faisán.
Escucha embelesado la ascensión de Occidente.
Y monta un caballo blanquísimo buscando a Arlés.
El primero de Agosto del año trescientos catorce de Cristo.
Sale el Emperador Constantino en busca de Arlés.
Lleva las bendiciones imperiales debajo de la toga.
Y el incienso y el agua en el filo de su espada.
Faustina me prestaba su copa de papel
Y yo bebía del vino que toman los muertos a la hora de dormir.
Pero no conseguían embriagarme
y de cada palabra que decían sacaba una enseñanza.
El pez vencerá al Arquitecto.
Los hijos son consubstanciales con el padre.
Si descubren un nuevo planeta, habrá conflagraciones,
y renunciará a existir el Sínodo de Antioquía.
Y de todo salía una enseñanza.
Estamos en Ceylán a la sombra de los crujientes arrozales.
Mujeres doradas danzan al compás de sus amatistas.
Niños grabados en la flor de amapola danzan briznas de opio.
Y en todo el paraninfo de Ceylán las figuras del sueño testifican:
¿Quién es ese niño que nos escribe en palabras en la arena?
¿Qué sabe él quién lo desata y lanza?
Me prestaba su copa de papel.
El patriarca hablaba desde su estatua de mármol, con su barba
natural y voz de adolescente:
Preparáos a morir. La hora está aquí. Vengan.
Continuaba bebiendo el vino de los muertos y fingía dormir.
El patriarca me ponía su manto para cuidarme del sueño.
Y oía su diálogo por debajo del vuelo, la voz enjoyada de
Faustina, la voz de la estatua, el vino de Ceylán, la canción
de los pequeños sacrificados en la misa de Ceylán.
¿Quién es ese niño que nos escribe en palabras en la arena?
¿Qué sabe él quién lo desata y lanza?
Una voz contesta desde su garganta de mármol:
Dejadlo dormir, es inocente de todo cuanto hace,
y sufre su sangre como el martirio de una herejía.
Dormir en la voz helena de Cirilo.
Con las soterradas manos de Faustina.
Dialogando interminablemente Juliano el Apóstata.
X
Echemos algunas gotas de horror sobre la dulzura del mundo.
Mira tu corazón frente a frente, piensa en la terrible belleza y
renuncia.
Los ancianos ya tiemblan al soplo de la muerte.
Los ancianos que fueron también la belleza terrible.
Los que turbaron un día las débiles manos de un niño en la
arena.
Ellos son los que tiemblan ya ahora al soplo de la muerte.
Piensa en su belleza y piensa en su fealdad.
Aun los seres más bellos conducen un fantasma.
Ellos son los que tiemblan ya ahora al soplo de la muerte.
Escapa, débil niño, a la verdad de tu inocencia.
Y a todos los que se imaginan que no son inocentes
Y adelantándose al proscenio dicen:
Yo sé.
Dejemos vivo para siempre a ese inocente niño.
Porque garabatea insensatamente palabras en la arena.
Y no sabe si sabe o si no sabe.
Y asiste al espectáculo de la belleza como al vivo cuerpo de Dios.
Y dice las palabras que lee sobre los cielos, las palabras que se le
ocurren, a sabiendas de que en Dios tienen sentido.
Y porque asiste al espectáculo de su vida afligidamente.
Porque está en las manos de Dios y no conoce sino el pecado.
Y porque sabe que Dios vendrá a recogerle un día detrás del
laberinto.
Buscando al más pequeño de sus hijos perdido olvidado en el
parque.
Y porque sabe que Dios es también el horror y el vacío del mundo.
Y la plenitud cristalina del mundo.
Y porque Dios está erguido en el cuerpo luminoso de la verdad
como en el cuerpo sombrío de la mentira.
Dejadlo vivo
para siempre.
Y el niño de la arena contesta: Gracias!
Y una voz le responde:
Sea Pablo,
Sea Cefas,
sea el mundo,
sea la vida,
sea la muerte,
sea lo presente,
sea lo por venir,
todo es vuestro:
y vosotros de Cristo,
y Cristo de Dios.
Vuelve a dormirte.
[V-1941]
Gastón Baquero: “Palabras escritas en la arena por un inocente”, Poemas (La Habana, 1942), en Como un cirio dulcemente encendido. Poesía completa, compilación y prólogo de Pío E. Serrano, epílogo de Manuel García Verdecia, Holguín, Ediciones La Luz, 2015, pp. 46-56.