MITO Y TEXTO DE JOSÉ MARTÍ
Hay quienes abogan con frecuencia por desmitologizar la figura de José Martí. Solicitan verle el nervio, el músculo, la sangre, la mirada de aquel que tuvo miedos, o sobresaltos, o zozobras; desean percibirle una estatura más sujeta a las magnitudes físicas y no a los crecimientos poco mensurables de la idea; quieren, apurando las instancias del reclamo, rendir culto a un hombre como ellos. Tienen un argumento poderoso: no fue, es indudable, un espectro semidivino, sino un hombre de carne y hueso. Frente a ciertas proyecciones de su figura no les falta razón, y esto es lo que desearían ver cuando se aproximan a su memoria. Los hombres no somos un continuum físico, o una homogeneidad absoluta, y a la hora de ascender cada uno sube el número de sus escalas. La figura de José Martí posee una generosidad tremenda y ofrece gradas para todas las travesías. En esto, como en todo, hay clases y subclases. Se escucha en ocasiones, más de viva voz que por escrito, la apetencia de que no se le ponga pedestal, porque los pedestales, vengan de donde vengan, tienen algo de deslinde o perimetración olímpica, que tan poco se aviene con la médula de su accionar y de su prédica. Y uno se encuentra a veces también, desde luego, como en todos los fenómenos humanos, con los hiperbólicos de la desmitificación que se sienten más cómodos cuando se enteran de que sus piezas dentarias no eran buenas.
De todos modos, algo tiene de útil este afán: lo que de tan diferentes ángulos se exige, en el fondo, es que no se nos distancie. Porque en cuanto un interés social muy específico se lo apropia y lo remodela de acuerdo con sus pretensiones, nos enajena su verdadero rostro; y en cuanto se nos vuelva imponderable de algún modo su figura se nos desmoviliza, deja de estar en nosotros, como eje acompañante. Esto en lo que concierne a su relación con nosotros, porque visto en relación con él mismo resulta una deformación de su identidad, pues él vivió y trabajó para nosotros y desde nosotros mismos, alzándonos a un nivel de voluntad y conocimiento que aún no ha sido superado, y que tardará en serlo. Lo que pudiéramos tener de más alta condición humana ya está en él y viene de él, para que nosotros alcancemos y desarrollemos esa condición. A través de él hemos sido, y seremos, una incorporación de fina excelencia a la especie. Entre los vivos y los muertos de nuestro devenir como condición humana, él es nuestra cota más alta, y como nuestra cúspide. Es nuestro semejante más próximo, más vital, más sabio; y tenemos una sistemática urgencia de su proximidad profunda. En cuanto lo apartamos de nuestro campo visual perdemos horizonte, y perdemos luz. En los trances de apartamiento ya conocidos, hemos pagado duro el apartamiento. Nos hemos reducido, nos hemos retardado, nos hemos alienado de nosotros mismos. De él no podemos hacer dejación, porque es hacer dejación de lo que somos, y de lo que estamos destinados a ser. El cubano José Martí fue de modo tan hondo y ancho, que cada cubano que sea en el amor a Cuba y “a la dignidad plena del hombre”,[1] será siempre a partir de él. Es, aunque parezca exagerado, el Adán y el Moisés de nuestra estirpe sobre la tierra. Lo que va dicho puede parecer un canto sacro, otro modo de separarlo; pero no lo es, porque de lo que se trata no es de achicarlo, sino de engrandecernos. No les somos fieles cuando lo mermamos para poderlo abarcar con nuestra mirada, comida por el tráfago diario, sino cuando aguzamos los ojos, viendo como él veía. José Martí estuvo entre nosotros, hundido hasta la médula en nuestros asuntos; pero supo, ademán poco usual, cerrar su destino como un círculo, y en eso, hay que reconocerlo, no tuvo ni tiene entre nosotros parigual. Hacia él ascendemos, no descendemos. Todo cuanto de él salió, palabra o acto, produce la sensación de que va camino al cielo.
Logró Martí lo que parece imposible, que es el sello garante de todo verdadero logro. Acumuló en sí el mundo, y tuvo el ejercicio del futuro, propiedad de los videntes. El mundo se le acercaba con rapidez, como una agregación dinámica, y él lo quintaesenciaba, devolviendo en síntesis lo que recibía. Poseyó el don de la abundancia que, acompañado de la facultad de escogimiento, completa el espíritu sensible. Esgrimió una atención sin desmayos, enfocada a lo esencial, lo que no se puede sostener en medio de la azarosa y mezquina existencia que aún vive el hombre sino con una vocación irrefrenable. En grado sumo, y en armoniosa ligadura, conjugó el amor y el deber, las dos columnas trascendentes del carácter. Se conoció profundamente a sí mismo, lo que le permitió conocer, juzgar y perdonar a los demás. Supo que habido un germen es susceptible un desarrollo. Fue expresión irradiante, y dominó todas las funciones de la expresión. El amor y el deber lo condujeron tempranamente al sacrificio, y lo aceptó con naturalidad y coraje, y comprendió su naturaleza formativa profunda. Sometido al accidente, mostró voluntad y lucidez suficientes para volcarlo a lo trascendente. En lo trascendente, vivía por la búsqueda sin pausas de lo alto. Notables hemos tenido, grandes caracteres, vivos temperamentos, sensibilidades agudas, intelectos sagaces, conciencias encendidas; pero jamás tuvimos un hombre como este, donde ardiera todo el hombre en junto, y a tan excelente altura. A este hombre debemos rendir culto, sin melindres ni cortedades, y sin temor. Hay que examinarlo en su carácter, en su integridad como individuo, y proponerlo como imagen y práctica del hombre, en cuanto pieza y eslabón de la especie. Los métodos para echar adelante esta imagen, y volverla práctica, los buscaremos y hallaremos en él, asimilando los suyos, de modo que el plan sea acabado, y el desempeño ameno y sensato, y la verdad y la belleza presidan. En él están las sustancias, y están las vías. Si se analiza con detenimiento y en conjunto se ve que jamás incitó a una meta sin poner en ella sus pasos, y sin mostrar el modo de ponerlos a los demás. Encaminismo se pudiera denominar la palanca de su ideario. La actitud de tomar al hombre y su circunstancia y ponerlos en camino parece ser la básica. Todas las sendas de su pensamiento avanzan hacia el pecho y la frente del hombre, lo sacuden en íntegro, y lo dirigen al cielo.
Ya se sabe que fue su circunstancia, que es el único modo de ser definitivo. Pero su circunstancia en él está iluminada bajo el sol ético del ideal, y de continuo, y en todas las esferas. Su ideal era alto y vigoroso, dictado por las circunstancias mismas y sustentado por la naturaleza inalienable del hombre. Dialéctico por condición, pensaba con vínculos, y en esta mirada analógica nada le fue ajeno. Escrutó las múltiples ramas, escogiendo savia para nutrir su árbol de la vida. Todas las fracciones vienen a él y encuentran algo propio, y quieren adueñársele, sin ver el árbol, que es lo verdaderamente suyo. Lo que por diversos caminos se acumuló en su época, él lo trasegó, buscando esencias. Ellas son ahora patrimonio nuestro, por él acarreadas y fundidas, para devolverlas actualizadas a un mejor servicio humano. Servir, esa fue su divisa, y debe ser la nuestra. Pero no se sirve bien si no se está hundido en la circunstancia como un rizoma, y alzado sobre ella como un astro. Raíz y estrella fueron emblemas que privilegió, y todo cuanto privilegió posee un inacabable sentido.
He aquí, a grandes trazos, su expediente más intangible, pero no menos vivo. Si este fue el hombre, y lo sigue siendo, ¿hemos de temer que se le venere si acumuló en sí merecimientos tantos? Sus grandezas conocidas, y las menos conocidas, que urgen tanto como las otras, bastan para la reverencia permanente, y para la estimulación a parecérsele, aunque sea por uno solo de sus costados. Quien entra en contacto con él, mejora. Quien estudia cómo se fue mejorando, él, que parecía hecho desde el principio, comprende mejor su propia naturaleza, y se pone en camino de intentar lo grande. Una sola de sus hazañas puede ocupar el afán y el sentido de una existencia. Los que admiran su sensibilidad artística tienen en él campo largo donde detenerse, y cosecha profunda que recoger, y visiones que aún dictan una modernidad sin trabas, y finas intuiciones que parecen testimonio de alguien que ha vuelto del porvenir o del pozo turbulento de la vida. Los economistas, los políticos, los sociólogos, los ansiosos de verdad y de fe, los que buscan guías de acción, los que sueñan con un mundo mejor y quieren saber cómo erigirlo tienen en su universo pauta e incitación, deslinde y perspectiva. Su utilidad es continua, e imprescindible en nuestro ámbito. Hombre de tal ofrecimiento y completitud, se diversifica en su recepción, y brinda la posibilidad de apropiárselo de modo individual o colectivo, elaborando cada persona, natural o jurídica, su imagen más entrañable. Más allá de la mesa donde se redacta o discute, de los cónclaves, de los foros, de las grandes tribunas, Martí se rehace de continuo en sus receptores, se elabora como una incanjeable propiedad, como una heredad de íntimo consumo. Tuvo la facultad absoluta de la comunicación, y no ha habido entre nosotros comunicador más perfecto. Desde el niño al estadista, desde el físico al lírico, desde el ponente sabio y minucioso al colegial emocionado, desde el sectario de una fe al que no tuvo fe en las sectas; desde todos los ángulos sociales su imagen vuelve, como vuelve la luz de los espejos. Con los espejos de todos, como en un holograma de una poderosa fisicidad, mantenemos pulsátil su imagen prometeica. Así, él pertenece a todo hombre honrado, de buena voluntad, que crea en lo que él creyó, que sepa, como él supo, que son viables las utopías, y que los sueños tienen la probabilidad del porvenir.
Pero hay que soñar bien, juntando la emoción y la razón, coligando todas las fuerzas reales del hombre. A los pancistas no pertenece, como no pertenece a los demagogos, a los ventajistas, a los que no predican con el ejemplo, a los intolerantes, a los que solo buscan dormir en “paja caliente” y tener “ancha avena”,[2] a los gozadores, a los aparentes triunfadores, porque los buenos son siempre los que ganan a la larga. Él fue bueno, y es nuestra victoria consumada. Ayer mismo casi, debido a la intolerancia, que es la autoridad de los mediocres y su concepto de la energía, nos parecía que no era justo que cultivase una rosa para el cruel,[3] sin ver que siempre fue resuelto y viril, pero que jamás dio cabida al odio.[4] Una guerra preparó, y declaró que era, entre otros fines, para redimir al enemigo.[5] Los hombres estamos ansiosos de generosidad y anchura, y cansados de anteojeras, y de manipulaciones torpes, y de proselitismos obsesionantes. Y queremos escoger y edificar según nuestras más íntimas convicciones, y ser honrados con nuestro propio pensamiento. Y por peculiaridades que los manuales de psicología aún desconocen, necesitamos admirar, raíz de todo amor, para ser adeptos; creer en algo que nos rebase y explique, para sentir que podemos dirigirnos al cielo. Sin caminos de avance y ascenso, por muy incorpóreos que sean, pierde toda locomoción el alma. El alma es, como el gas, dinámica y expansiva. José Martí tuvo una así, y a él acudimos para solventar nuestras interrogaciones, y nuestra sed de mejoramiento, procurando aprender a tener alma.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] “[…] yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”. (JM: “Con todos, y para el bien de todos”, discurso en el Liceo Cubano, Tampa, 26 de noviembre de 1891, OC, t. 4, p. 270).
[2] JM: “[Yugo y estrella]”, Versos libres, OCEC, t. 14, p. 142.
[3] JM: “Poema XXXIX”, Versos sencillos, Nueva York, 1891, OCEC, t. 14, p. 344.
[4] “En pueblos, solo edifican los que perdonan y aman. Se ha de amar al adversario mismo a quien se está derribando en tierra. Los odiadores debieran ser declarados traidores a la república. El odio no construye”. (JM: “Cartas de Nueva York. Francia.—Père Divorce.”, La Opinión Nacional, Caracas, 1o de junio de 1882, OCEC, t. 11, p. 219). Véanse, al respecto, los capítulos “La fuerza divisora del odio: consecuencias históricas”, “Amor y fundación” y “La guerra sin odios” de El amor como energía revolucionaria en José Martí, Albur, órgano de los estudiantes del ISA, año IV, número especial, La Habana, mayo de 1992, pp. 119-130, 130-138 y 139-145, respectivamente]; y el ensayo de Cintio Vitier: “La irrupción americana en la obra de Martí” (1972), Temas martianos. Segunda serie, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2011, pp. 15-16].
[5] “Unos ven para ahora, y son los más, y cuya vista alcanza menos. Otros ven para ahora y para quienes lo presente no es más que la manera de ir al porvenir. Estos que ven para hoy y para mañana, estos que ven lo que está debajo y oyen lo que no se dice; estos que no tienen en su sangre generosa espacio para el odio, y si abaten en guerra a un adversario, se apean de su montura, con riesgo de la vida, a restañar la sangre a que han abierto paso; estos que no guerrean para desolar, sino para fundar; para encender, sino para redimir; para excluir, sino para incluir; para aterrar, sino para juntar; estos son los únicos que merecen aspirar al triunfo en un pueblo cansado de odio”. (“Carta al Director de El Avisador Cubano”, Nueva York, 6 de julio de 1885, OCEC, t. 22, p. 324).
“No fue ciertamente un hombre para vivir atribulándose hasta los 70, ni para fallecer en un catre o hamaca, sino, paradójicamente, para atacar con un arma que no dispara, y cabalgar hacia un enemigo que ama más que aborrece, que desea más redimir que derribar”. (José Lezama Lima, en Félix Guerra: Para leer debajo de un sicomoro. Entrevistas con José Lezama Lima, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1998, p. 18).