X y XX
X.—Partir de un verso. Tout en moi—S’exaltait de voir—La famille des iridées—Sourgir a ce nouve.ou devoir. Una iluminación para la familia de las iridáceas: azafrán amarillo, la piña, flor del tigre. Aun las cosas más oscuras y lejanas tienen sus deberes. Así se trata de superar ciertas limitaciones en que habían caído los griegos. Las respuestas ya no eran de Apolo, después de su muerte conversaban en la cueva los demonios y la sacerdotisa de Apolo. La familia de las iridáceas, no es sentencia gratuita de Mallarmé, sino causación eslabonada de sus reminiscencias. Su procedimiento de iluminación y suspensión, de blancura continuada por una ausente longitud de onda, va persiguiendo: isla, cargada de vista y no de visiones; flor, flor tan inmensa que se separa de su lúcido contorno, jardín, pero antes, otro guión: laguna, por ahí los deseos. Vegetales creciendo como nuestros deseos, flechas sobre los flamencos.
XX.—Para no caer en el simbolismo y su proceder cada vez más conocido: una palabra como un metal, suspensión, y después, Isla de Pascuas, Paraíso. Partir de precisiones. De fórmulas de pintores. En obeso concierto de seguranzas, Rubens propone (De Coloribus) dos tercios de medias tintas, un tercio solamente de luz y de sombra en total. Pero esas fórmulas solo sirven—cerbatana soplada contra André Lhote—cuando tocan su delicia, en el fondo, tienen una fragancia primitiva, de sortilegio o conjuro.
X.—Como me da la razón, por cortesía, voy a rectificar. Borramos los griegos demasiado pronto. El rayo de sol tiene facultad de adivinación, en quien esta naturaleza solar puede tocar claramente vida o muerte. Cuando Apolo no se utiliza contra Júpiter, tiene el rayo de sol de presentir. Cuando va contra Júpiter se ve obligado a ser sey de pastores, a inspirar templanza. Pero más allá de la isla de Mallarmé, enclavada entre una frase y una suspensión, está también la brisa. Los griegos le otorgaron a la brisa todos sus merecimientos y extensiones. El Céfiro frío cuando toca en la boca abierta de las yeguas, engendra caballos ligeros que viven muy poco. Exactamente igual que Euforión. Los desniveles de temperatura se vuelven creadores por la velocidad del viento que reciben. Como en el Génesis: un gran viento rizó las aguas. Eso nos sirve para colocar las sentencias poéticas de los griegos y la de los posteriores a una altura desigual. En la otra tradición, que ya no es griega, llamarle al viento pugna de donceles, es violencia de culterano. Pero para un griego, cuya mitología le entregaba los doce vientos encarcelados por orden de Júpiter, era una frase gráfica, sin resonancia alguna.
XX.—Más allá del simbolismo y de la mitología, de la reminiscencia y del metal mate de cada palabra, solo nos queda el sueño rasante, esas piedras aun mojadas que sentimos despiertos cuando recordarnos que estuvimos acompañados en la homogeneidad tinta de esas aguas de posible acero fosfórico. ¡Qué pesadez y qué brillo! Tripulo un enorme toro. No lo cabalgo en paseo dominical, ni es tampoco el toro negro del destino imposible. Por el tamaño me parece que voy en un hipopótamo, pero más veloz; un enorme toro, hinchado, pero no con ensanchamiento pasajero, sino con infladura que va a durar tranquilamente muchos años. Mi cuerpo lanzado hacia los cuernos por la impulsión frenética del animal, se asoma al abismo, un tanto frío, pues las rocas parecen grandes y geométricos trozos de hielo. Doy un salto en el momento en que el toro hinchado se precipita, y ya no solo me aseguro en terreno frío pero firme, sino que contemplo con frialdad el lento descenso del animal. Ya tiene todo el cuerpo sumergido en el agua, y la boca, desesperada, busca una ventana para el aire; se va acomodando, haciendo su muerte más posible. Yo arriba, frío y contemplativo. Ahora el toro empieza a rodearse de su propia sangre, el pobre animal ya acepta los hechos. De vez en cuando me asomo, y me horroriza el que yo también podría precipitarme… Se va reduciendo a un punto de sangre vivaz que queda como un ojo, testigo o eternidad bestial.
Es todo lo que podido recoger de mi último sueño, que me horrorizó con una frialdad que era una de las formas más acusadoras de lo terrible.
X.—Por ese sueño que me relata, debe, despierto, aprovechar el tiempo en leer y releer a Descartes.
XX.—Para seguir su consejo le diré otro sueño (me relatan, sonriendo, esta humoresca onírica conmigo). En la Sierra de Gredos estamos ella y yo, vestidos de pastores. Me entretengo en lanzar flechas. Ella me insulta, mi puntería es pésima. Disparo nubes de flechas sin dar en el blanco. Sigo disparando flechas, sin mejorar la puntería. Una de las flechas va a clavarse en el lomo de un cordero. Ella, furiosa, me injuria desesperadamente. Aconsejado por sus gritos me esfuerzo en arrancar la flecha del moribundo cordero. Insisto, no puedo, sigue increpándome.
Pasa entonces otro cordero. Empieza a frotarse con el animalito moribundo. Logra arrancarle la flecha. Los dos corderos se van alegres en un posible diálogo imposible.
X.—Prefiero al sueño individual, aventura que no podemos provocar, el sueño de muchos, las cosmologías. Un tegumento ablandado, coloidal, donde podemos presionar con el dedo momentáneamente y abandonarnos. La poesía viene hasta en auxilio de sus enemigos. Cuando un Empédocles de Agrigento define la visión como la coincidencia del efluvio que exhala la luz y el rayo ígneo que emana del fuego contenido en el ojo. Así la física matemática actúa posteriormente sobre las cosmologías y todo el mundo de los jónicos, pero después en su oportunidad de delicias, las cosmologías vuelven a actuar sobre las ciencias. La autofagia, los átomos como planetas, la hipertelia, en el centro de la física matemática.
XX.—Entonces usted cree que en el sueño una divinidad extraña tiende sobre nosotros un paño, nos amarra, y se divierte presentándonos frutos para el paladar más oscuro, pero colocando entre nuestros deseos y su forma, una corrientes espesa que no podremos atravesar nunca. Mientras que en las cosmologías interviene una voluntad oblicua pero poderosísima. Muchos sienten unas obligaciones no visibles, hasta donde las llevamos decide la voluntad de penetrar con la forma de la persona en ese cuerpo oscuro que ya no es el cuerpo nuestro. A propósito de la voluntad ¿cómo no saludar a Julián Sorel? Recuerda usted sus palabras cuando regresa de Londres. Afirma que lo que le da la seguridad al inglés es que aún el más prudente está fuera de razón una hora cada día, esa hora recibe siempre la visita del demonio del suicidio. Sin demorarnos en una glosa obvia, podernos afirmar que aun en las voluntades más exquisitas, hay un momento de desazón, de manos caídas, pero de cómo salgamos de ahí, en qué forma de inocencia logremos rehacer un hilo que vamos ganando hasta el final, dará pruebas si nuestra esponja fue a líquidos o se recostó en la arena. En el Trópico todo depende del estilo de la siesta. Y que en la misma siesta piense usted en el suicidio. Después sale de esa siesta con sus sentidos iluminados. Todos los días en la siesta, como ejercicio de ascesis, piense en la muerte. Eso fortalece su sensualismo, lo hace más verdadero. En la poesía, en su sustancia, es como la voluntad logra manifestarse con más dignidad, se hace totalmente invisible. Hay allí una lucha entre los retiramientos y los números concordes. Un poema va avanzando en la concordancia de los números, es decir, el ritmo, pero de pronto aquella impulsión gratuita vacila y ya nada más que percibe que no puede continuar, porque para esperar el nacimiento de una palabra hay que aislarla con una violencia desusada de su impulsión anterior, de su eco y del metal con que se apuntala momentos antes de extinguirse.
X.-Pero yo creo que antes de partir de la voluntad pascaliana de Sorel, una voluntad que utiliza el suicidio como punto de partida y como fuente de nutrición, o el retiramiento, también abismo pascaliano, que se encuentra al lado de cada palabra para lanzar el nacimiento de otra palabra entre tenazas y soplidos negros; podemos antes de caer en eso tocar a la palabra en una forma más evidente.
XX.-Su caer en eso, dicho en esa forma es doloroso. Parece como si señalásemos una presencia, alguien que avanza hacia nosotros. Caer en eso es también una expresión oscura, algo que no nos atrevemos a tocar. Avanzan las palabras hacia nosotros con una rara evidencia y no nos atrevemos a nombrarlas. Cuando esa evidencia ha atravesado nuestro cuerpo, cuando esa reunión de los dos cuerpos ha formado la dimensión del poema, el tiempo que dura su extensión, lo que rodea al que está agitando las palabras hasta que estas cierran sus ojos. Pero no quiero ahora abandonarme a ese desarrollo. Prosiga.
X.—Para el griego que ve como un carro a la aurora, el caballo es el rayo de sol. Los efebos que domaban potros a la orilla del Eurotas o del Crisorroa, tenían la sensación dual, ya que habían unido la existencia del caballo a la de un símbolo, que era al mismo tiempo una existencia que pesaba sobre sus ojos. La reacción provocada en nosotros por un caballo, no saltando ante nuestros ojos, sino saltando escapado de otra palabra o sensación. Y no solamente la palabra, sino cosa más delicada, es el tiempo el que va bruñendo sin posible persecución a la palabra, comunicándole otros deseos que el primer pulso que las rigió. La manera de Cervantes nos plantea las más sutiles cuestiones del escritor como producto invariable y las edades sucesivas como producto variable. Nos ha enseñado cómo las frases se liberan, por el tiempo, de la primera extensión que las traza. Quizás sea Cervantes de nuestros clásicos mayores el que con más frecuencia ofrezca este curiosísimo milagro. Emplea casi siempre frases de originalidad media e incorpora lo que sería sin duda en su época, frases hechas. Pero qué delicia en esa trasmutación aportada por el tiempo a la frase de Cervantes. Me encuentro en sus Novelas ejemplares, frases como esta, en su tiempo frase hecha, hoy difícil elegancia: bebió un vidrio de agua fresca. Eso nos lleva a pensar en el alcance comunicado por el escritor a cada una de sus frases. El pulso lentamente va dejando de gobernar su extensión, y nos extrañamos pues no podemos precisar si fue una frase vigilada, maliciosa, o por el contrario nos obliga a volvernos contra el tiempo como burlador de la voluntad primera del escritor. El tiempo como aliado de los buenos escritores, no en el sentido respetuoso que siempre le atribuimos, sino mejorando sus frases, poniéndoles un nuevo sentido que tal vez le fue extraño, ha de engendrar una crítica de más exquisitos detalles, las vicisitudes históricas de cada frase, su muerte y su resurrección.