Doctrina Monroe. El 20 de agosto de 1823, el primer ministro británico, George Canning envió una nota confidencial a Richard Rush, embajador estadounidense en Londres, con la propuesta de una declaración conjunta entre ambas naciones en la que se proclamaría la incapacidad de España para recuperar sus antiguas colonias en América, y que era cuestión de tiempo un arreglo entre la vieja metrópoli y los nuevos estados, por lo cual Gran Bretaña y Estados Unidos afirmarían que no aspiraban a posesión de parte alguna de esos estados y declararían que no verían con indiferencia el traspaso a otra potencia de cualquiera de aquellos. El político británico aspiraba a mantener fuera de la región a sus rivales europeos, particularmente a Francia, a la vez que pretendía contener las ambiciones expansionistas hacia el sur declaradas por más de uno de los fundadores de Estados Unidos, sobre todo hacia Cuba, cuyo estatus colonial en favor de España de hecho sería así reconocido mediante esa declaración conjunta.
El presidente James Monroe sometió la propuesta al criterio de sus predecesores Thomas Jefferson y James Madison, quienes aconsejaron su aceptación. Pero el secretario de Estado, John Quincy Adams, estimó que reconocerla significaría la admisión del derecho británico a intervenir en el continente, y llevaría a su país a “navegar como una barquilla a la zaga de un buque de guerra británico”. El sureño John C. Calhoun, Secretario de la Guerra, de postura anexionista respecto a Cuba, compartía esa opinión. En tanto, Canning había obtenido una declaración de Francia a través del Memorándum Polignac, firmado el 9 de octubre de 1823, en que aquella nación convenía en que España no podía recuperar sus colonias y renunciaba a emplear la fuerza contra ellas. El presidente Monroe se inclinó por la opinión de su Secretario de Estado, y en lugar de adoptar declaración alguna con Gran Bretaña, incluyó una declaración en su Mensaje anual al Congreso, del 2 de diciembre de 1823, donde se exponía que las naciones de América no habían de ser consideradas en lo adelante como objetos de futura colonización por ninguna potencia europea, y que cualquier intento por ese camino sería considerado como peligroso para la paz y la prosperidad de Estados Unidos y como una disposición hostil contra este.
El mensaje de Monroe excluía cuidadosamente la renuncia estadounidense a cualquier aspiración sobre el territorio de los nuevos estados, a la vez que aceptaba mantener la situación colonial de cualquier territorio en manos de una potencia europea, con lo cual se admitía el dominio español sobre las Antillas. Esta declaración unilateral de Estados Unidos, conocida frecuentemente por el lema de “América para los americanos”, de hecho, presidió la política de ese país hacia el continente y particularmente hacia Cuba hasta finales del siglo XIX. Mientras se temió un enfrentamiento directo con Gran Bretaña, los gobiernos de Estados Unidos no reclamaron la aplicación de la doctrina Monroe para impedir agresiones a los estados hispanoamericanos y, a la vez, favorecieron la permanencia del colonialismo español en las Antillas para evitar el traspaso de las islas al control de Gran Bretaña o de Francia. Prevaleció desde entonces hacia Cuba la idea de la “fruta madura” expresada por John Quincy Adams en sus instrucciones del 28 de abril de 1823 a Hugh Nelson, designado embajador en Madrid: Cuba caería, por ley de gravitación política, como una manzana madura cae a tierra, en poder de Estados Unidos.
José Martí contribuyó a desenmascarar “la doctrina que nació tanto de Monroe como de Canning” diciendo que, en nuestras tierras se le invoca como un dogma contra un extranjero, pero no para salvaguardar nuestra independencia, sino para traernos otro extranjero.[1]
[Tomado de OCEC, t. 19, p. 315. (Nota modificada ligeramente por el E. del sitio web)].
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] “¿A qué invocar, para extender el dominio en América, la doctrina que nació tanto de Monroe como de Canning, para impedir en América el dominio extranjero, para asegurar a la libertad un continente? ¿O se ha de invocar el dogma contra un extranjero para traer a otro? ¿O se quita la extranjería, que está en el carácter distinto, en los distintos intereses, en los propósitos distintos, por vestirse de libertad, y privar de ella con los hechos,―o porque viene con el extranjero el veneno de los empréstitos, de los canales, de los ferrocarriles? ¿O se ha de pujar la doctrina en toda su fuerza sobre los pueblos débiles de América, el que tiene al Canadá por el Norte, y a las Guayanas y a Belice por el Sur, y mandó mantener, y mantuvo a España y le permitió volver, a sus propias puertas, al pueblo americano de donde había salido?” (JM: “Congreso Internacional de Washington”, La Nación, Buenos Aires, 20 de diciembre de 1889, OC, t. 6, p. 61).