WENDELL PHILLIPS
La tierra tiene sus cráteres: la especie humana, sus oradores. Nacen de un gran dolor, de un gran peligro o de una gran infamia. Hay cierta pereza en las almas verdaderamente grandes, y cierto horror al empleo fútil, que las lleva a preferir la oscuridad solemne a la publicidad y caracoleo por causas menores. La fuerza oratoria, como la fuerza heroica, está esparcida acá y allá por los pechos de los hombres; tal como en espera de guerra reposan en las almenas formidables de los castillos, para cubrirse tal vez de orín si no hay caso de lidia, cañones gigantescos que de un aliento acostarán mañana un buque. Pero los oradores, como los leones, duermen hasta que los despierta un enemigo digno de ellos. Balbucean y vacilan cuando, errante la mente en palacios vacíos, obligan su palabra desmayada a empleos pequeños; pero si se desgajara de súbito un monte, y de su seno saliese, a azotar con sus alas el cielo lóbrego, colérico y alborotado, bandada incólume de águilas blancas, no sería más hermoso el espectáculo que el que encubre el pecho de un orador honrado cuando la indignación, la indignación fecunda y pura, desata el mar dormido, y lo echa en olas roncas, espumas crespas, rías anchurosas, gotas duras y frías sobre los malvados y los ruines.—Así, de ira de ver aplaudidos por un prohombre del estado de Massachusetts a los asesinos del reverendo Lovejoy, que defendía en el primer tercio del siglo la justicia de la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos; así, encendido todavía el rostro en la sagrada ira con que meses atrás había visto desde su bufete de abogado joven y rico, a una caterva de bostonianos acaudalados que de una cuerda que habían atado alrededor del pecho del abolicionista Lloyd Garrison[1] lo llevaban arrastrando por las calles, como a una bestia inmunda; así, bello como si en la mano le centellease una espada de fuego, tremendo como si la frente magnífica le coronasen las serpientes sagradas de la profecía; pujante, como quien de una sola arremetida de los hombros, cual bisonte a ovejas, dispersa y acorrala; así, para marcar con letras negras en la frente a los que, en una junta llamada a censurar a los matadores de un abolicionista, osaban defender la legalidad de la esclavitud y la justicia de la muerte,—se reveló con tamaños extremos y amor sumo, el orador Wendell Phillips a los bostonianos.—Acaba de morir,[2] y todavía no le había nacido un émulo.
¡Qué brío! ¡qué pompa! ¡qué anatema! ¡qué flagelo! Maceradas se hubieran visto aquella noche las espaldas de los esclavistas, si las hubiesen desnudado de sus ropas. Era una ola encendida que les comía los pies, y les llegaba a la rodilla, y les saltaba al rostro; era una grieta enorme, de dentadas mandíbulas, que se abría bajo sus plantas; como elegante fusta de luz era, que remataba en alas: era como si un gigante celestial desgajase y echase a rodar sobre la gente vil tajos de monte.
Treinta años habían de pasar aún para que la redención se realizase. Por lo que otros vencieron luego como héroes, murió el viejo John Brown de Ossawatomie[3] como un malvado en un patíbulo. Por lo que más tarde sacó millones de hombres a rabiosa pelea, Wendell Phillips peleó treinta años solo.—Fue magnífico verle, como dama numantina que echa al épico fuego todas sus joyas, romper—por no jurar lealtad a una Constitución que parecía prohijar el vil derecho de los amos de esclavos—su título laborioso de abogado.—Vio aquella ofensa humana, y se hizo hierro ardiente para secarla. Él era rico; era de ilustres padres; era de universidad famosa; era de culta, diestra y armoniosísima palabra; era estudioso, impetuoso, ambicioso, ágil—¡parecía que la tierra lo recibía en casa de fiesta, y todo iba a ser para él éxito, paga, puesto público, fama fácil, gloria brillante, carroza de oro! Pero era de esa raza de hombres radiantes, atormentados, erguidos e ígneos, comidos del ansia de remediar los dolores humanos.—Y ¡qué arreos le dio naturaleza para la batalla! Parece que, de no sentirse en pueblo sensible a lo grandioso, había hallado manera de acomodar su palabra abundante y segura a las artes menores que seducen a auditorios incultos y vulgares: chisteaba, anecdotaba, digredía, ridiculizaba, maceaba, hendía de un juicio acre a su enemigo. Pero por encima del gusto burdo, en aquella época sobre todo, de la nación que le cupo en suerte; por encima de su voluntad misma generosa, que a la propia gloria prefería el triunfo de la idea con que, más que con su mujer misma, se había desposado; por encima de los hábitos nacionales y los intentos previos,—hinchábase de súbito su oratoria como las nubes en tormenta, y de acá alzaba el mar, de allá lo vertía en lluvia sonora; y parecía venirse sobre el público, como cerrada nube negra; y abrirse en rayos.—Era en una parte su discurso como llovizna de flechas, todas cortas y agudas; plática, en otra, popular y amena, que le traía la atención, estima y juicio del vulgo; párrafos, en otras, que como lienzo encogido a vientos magnos, se hinchaba, redondeaba, adelantaba y crecía,—y se abría al cabo en alas.
Mas no salía el vibrante discurso de sus labios con ese aparato fragoroso, verba plena ondeante y cabellera de relámpagos con que deslumbra y asombra, como si una selva o una tempestad se humanaran y hablasen, la elocuencia hispanoamericana;—sino de suave, firme y penetrante modo, como si de antemano trajese estudiados el lugar y el alcance de la herida; y con deliberado movimiento y mano fría hundiese el arma en la víctima elegida. Maestro saetero de los tiempos de casco mitrado parecía, que cuando escogía de blanco un roble, lo vestía, como de un manto a un desnudo, de saetas.
No tuvo aquella amplitud, catolicidad, ciencia de vida, desapasionamiento de juicio y tolerancia, que son menester para dar opinión viable, aun en detalles mínimos, sobre las cosas humanas:—que solo el que concibe bien el conjunto, puede legislar en el accidente, que es su abreviación y suma. No hirvió por largos años, como el orador que ha de influir en su pueblo debe, en esta artesa colosal de hombres, donde se sazona al fuego de la vida la inteligencia, y cuecen las pasiones. Ni clavó como el Dante el diente trémulo, sentado en los peldaños del palacio ajeno, en el pan salado de otros.[4] No le enseñó la vida aquella melancólica indulgencia, artes de tránsito y ajuste, y moderación saludable que ella enseña:—vino de súbito, a vivir entre los hombres, menores de espíritu en su mayoría, con todas las dotes sublimes y funestas de los mayores de espíritu. La pobreza, el destierro, la oscuridad del nacimiento, las amarguras del noviciado, toda esa levadura de la vida, que la pone a punto y acendra—para él no contó. Su natural encumbramiento, su ansia de darse y de esparcirse, su afán de atraer a todos a su cumbre,—por lo que andaba siempre con mengua de su misma vida colgado al borde de los abismos, con un brazo defendiéndose de los que lo empujaban a ellos, y con el otro levantando de ellos a los buitres, y azotando con los que se asían de su mano, como con un ramo de sarmientos, el rostro de los egoístas; su ternura abundante, y como oceánica; su violenta necesidad del propio sacrificio en bien ajeno; su supramundo, en suma, no mermado en su niñez por carencia, ni alarmado por anuncio humano alguno,—no se corrigieron ni bajaron de quilate como ha de bajárseles si se les quiere hacer encajar en la existencia diaria, sino que se precipitaron y encumbraron, por el comercio entusiasta con grandes hombres y robustos libros, en que el heroísmo y la imaginación campean: de modo que solo lo sobrenatural,—que ha de dirigir finalmente, pero que no puede dirigir inmediatamente lo natural,—llegó a ser natural para Wendell Phillips.
Un día, y como quien recibe una bofetada en el rostro, vio aquel hombre, condensación—como toda criatura superior—del espíritu humano, pasar arrastrado de una cuerda por ante sus ventanas, a otro hombre, por el delito de compadecer a los esclavos y ser bueno. Así como para arremeter en lucha armada a un enemigo fuerte, se concentran, con desusada energía casi maravillosa, todas las fuerzas, de modo que el empuje no sea menos que el riesgo que las espera y el adversario que las alza;—así ante el crimen de la esclavitud, legalizado y practicado en la mitad de los estados de la Unión, auxiliado por gran parte del Norte, e infiltrado a manera de sangre venenosa en toda la nación, se recogieron por instantáneo y culminante esfuerzo las potencias y bríos de Wendell Phillips, para oponer a aquella infamia inmensa, enemigo capaz de sujetarla y abatirla:—así, a ser animada, se levantaría la tierra en monte cuando viera venir sobre ella, en hombros de la tormenta arrasadora, el mar desatentado. Toda la luz de su espíritu la puso de modo que enseñase bien los antros de aquella institución tan infamante que enloquece y hace llorar, de ver cómo vuelve viles, pacientes e insensibles a los más claros hombres. Y como antros tan grandes requerían para ser bien escrutados luz tan poderosa, toda la de Phillips se fue a ellos, y quedó como sin luz, o con porción escasa, para todas las cosas de la vida que no fuesen la liberación del espíritu del hombre, deseo febril de las almas soberanas. Otros, añaden al mérito que viene del ansia de redimir, el de sofocarla y no dejarla ver entera; para levantar así tormenta menor entre la gente usual, y hacer más inmediata su eficacia. Phillips, ni debió, ni pudo.—A otros, terciar, vadear, tentar, retroceder, conceder, empalmar, juntar orillas, echar puentes:—a él, con clarines de oro, despertar al horrible monstruo, y mantenerlo siempre en pie, para que todo el mundo lo viera.—Su defecto, pues, fue defecto de exceso;—y él fue como debió ser, dada su naturaleza, y la de su nación en su tiempo.
De aquel supremo deleite que viene de la visión constante de la propia alma consagrada al bien ajeno; de aquel permanente ímpetu en que mantiene el amor vivo a la justicia a los espíritus preclaros; de aquel útil desdén y legítima arrogancia con que a las turbas interesadas, torpes, equivocadas o coléricas, afrontan los que se sienten poseídos de la palabra magna y pura, que quemándoles les viene, como de una cruz hecha del fuego de las estrellas, de vehemente e incondicional amor al hombre: de la certeza misma del tamaño y poder de la institución y poder que combatía, y del oportuno sacrificio de la gloria que, para lograrla mayor y definitiva acaso, consuman los oradores honrados,—se originaban en Wendell Phillips el perpetuo e intenso brío, la solemne y altilocuente plática, la serena e incontrastable arremetida, la posesión de sí extraña y perfecta; y su soberbia y poderosa calma ante los clamores y hostilidades de la muchedumbre.—Poco menos que arrastrado fue por las calles; poco menos que lapidado fue en juntas públicas. “La canalla de levita”, como él con crudeza y desembarazo yankees[5] la llamaba, la gente de Boston amiga de los esclavistas, y la de todas partes de la Unión Americana, que quería deshacer Phillips si había de seguir juntando a los estados cemento tal de “sangre y fango” cual la Constitución que a juicio de él, como al de Calhoun del Sur y sus secuaces, prohijaba y mantenía el derecho de poseer esclavos; los amigos fervientes de la Unión; los aliados por miedo, preocupación o conveniencia de los propietarios del Sur; llenaban los teatros en que hablaba Phillips, y lo voceaban y silbaban a su aparición; lo denostaban como a un traidor nacional o un demagogo odioso—hasta que a poco, como que habían tenido alzados los brazos en amenaza y alboroto, sentían que por el pecho descubierto se les había entrado el arma fina, a raíz de la tetilla,—y se les oía cejar y crujir, como una fiera herida y deshuesada: Águila parecía, luchando con gorriones. Si a una frase suya, como fiera que va a acometer, se revolvía y contestaba con un clamor de cólera la muchedumbre,—no bien expiraba a sus pies el rugido, les repetía con lentitud e intensidad más grandes la frase condenada. Y con más recia furia, como a un golpe del látigo del domador, reclamaba el concurso y se agitaba. Y con fuerza mayor y mayor calma, como quien hunde una espada hasta el pomo, o fríamente echa el guante a la cara a su enemigo, decíales otra vez, como si fuera acero ya de muchas hojas, la frase temida:—hasta que, respetuosa al fin la muchedumbre, les dejaba la frase bien clavada.
Esa fue su vida: ministerio sereno de justicia.
Ese fue su espíritu: a la liberación de los esclavos consagrado, por ser el mal más visible y urgente, en su época primera,—y luego, aunque por ello se alejasen de él como de enemigo abominable los hipócritas, los poderosos y los ricos, a la liberación de todos los tristes y desamparados de la tierra, a la defensa de todos los que aun cuando de modo violento, excusado solo por los extremos de la acción despótica, se rebelaban, por miseria extrema o cólera santa, contra los detentores del hombre.
Ese fue su carácter: que tan seguro de la suprema justicia del amor a los hombres vehemente y desinteresado estaba, que jamás entendió el uso de la libertad contra la libertad, ni derecho contra el derecho, ni tachó de menos que de participio en la iniquidad todo recurso medio e incompleto, toda espera y lentitud prudentes acaso aunque repugnantes, toda arte de compromiso con las maldades que azotaba.
Esa fue su representación: no la de esas profundas y monumentales personalidades, en que, como en grandes moles de piedra, se vacían en su época de hervor y superabundancia, las condiciones distintivas de una época o un pueblo: ni la de esas incontrastables, derrumbadoras, tremendas y lumíneas en que—como si todo el dolor que destilan en noches cruentas y días mudos los hombres oprimidos se condensase y castigara—toman brazo y espada, y abrasadora lengua, dolores y abusos que han durado siglos:—ni fue de esos tonantes y parleros, gigantescos, resplandecientes y voltarios, en que en sus horas de revuelta y acción pública, como en pujante y servicial agente que los refleja y acomoda, se entregan, por períodos nunca largos, los pueblos en desquiciamiento o en reenquicio:—sino que fue Phillips de aquellos seres sumos que, venidos a la tierra con las condiciones todas que dan derecho natural a la grandeza humana, el mando y el goce, a la vida sedosa, muelle y llana, a la gloria pacífica, áurea y cómoda—hizo con todo un haz ardiente, y lo puso bajo los pies de los malvados. Se privó de sí, por darse.—Y soberano de naturaleza, como vio que las gentes de corte no eran buenas, cambió la púrpura por el sayal de paño pardo, y el látigo por el cayado, y caminó del lado de los humildes.
Y esa fue su oratoria: afilada, serena, flameante, profética, tundente, aristofánica.
La América, Nueva York, febrero de 1884.
Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2011, t. 19, pp. 64-70.
Otros textos relacionados:
- “Wendell Phillips”, La Nación, Buenos Aires, 28 de marzo de 1884, OCEC, 17, pp. 167-175.
- “Wendell Phillips”, La América, Nueva York, mayo de 1884, OCEC, 19, p. 213.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] William Lloyd Garrison. Durante la Guerra Civil, Phillips criticó a Abraham Lincoln por pretender abolir la esclavitud de forma gradual, por lo que se enfrentó a Garrison, quien apoyaba la reelección del presidente.
[2] Falleció el 2 de febrero de 1884.
[3] Ciudad del condado de Miami, estado de Kansas, Estados Unidos de América.
[4] Referencia al exilio perpetuo de Dante, sentenciado el 10 de marzo de 1302 por el alcalde de Florencia, Cante dei Gabrielli da Gubbio, luego de no poder pagar la gran suma de dinero exigida en la sentencia de exilio de dos años, dictada el 27 de enero de 1302 por su participación política al lado de los güelfos blancos.
[5] En inglés; yanquis.