Muerte del gran orador norteamericano.—Su aparición.—Su influencia.—Su carácter—Elementos de su oratoria.—Su intolerancia y amor a lo absoluto.—Su independencia.—Su estilo.
Nueva York, 11 de febrero de 1884.
Señor Director de La Nación:
Solicitan en vano la pluma los hechos menudos, que en estos días de fiestas de ciudad y emboscadas en el Congreso nutren pesadamente diarios y pláticas. En vano pesan en la memoria, como si no debieran estar en ella, un asesino que se exhibe; la mujer de un bandido que anda en circos, disparando ante niños que fuman y vocean las armas con que más de una vez abatió vidas su esposo; y el camarada que por unos dineros de recompensa le dio muerte, y ahora con beneplácito y regocijo de las turbas del Oeste, cada noche representa en una escena de teatro, con el revólver y los vestidos mismos que tenía cuando mató a su amigo por la espalda, la escena del asesinato:—en vano suenan, como hojillas de latón contra espadas de ángeles, disputas de políticos menores y de gente privada;—Wendell Phillips ha muerto. Aquel vocero ilustre de los pobres; aquel magnánimo y bello caballero de la justicia y la palabra; aquel orador famoso que afrontó turbas egoístas, y los juntó a su séquito, o cuando aullaban bárbaras, las sujetó por la garganta; aquel abolicionista infatigable de quien John Bright dijo que no tenía par entre americanos e ingleses ni por la limpieza de su corazón, ni por la majestad de su discurso, ni por la serenidad de su carácter—ya no habla. Dolerse no es preciso de su muerte, hecho usual y sencillo que debe merecerse con una clara vida; esperarse en calma y recibirse con ternura. Los grandes hombres, aún aquellos que lo son de veras porque cultivan la grandeza que hallan en sí y la emplean en beneficio ajeno, son meros vehículos de las grandes fuerzas. Una ola se va, y otra ola viene. Y son ante la eternidad los dolores tajantes, los martirios resplandecientes, los grupos de palabras sonoras y flamígeras, los méritos laboriosos de los hombres—como la espuma blanca que se rompe en gotas contra los filos de la roca o se desgrana, esparce y hunde por la callada arena de la playa.
Pero el que tuvo ya en los labios puesta la copa de los goces, y la dejó caer sonriendo, y echó a andar de brazo con los tristes; el que, a poco de ver en la vida, entiende que esta tiene sus plebeyos, que son los que se aman a sí mismos, y traen la tierra toda a su almohada y su mandíbula,—y sus nobles, que son aquellos a quienes come el ansia de hacer bien,[2] y de su sangre dan a beber, y de su corazón dan a pastar; y con su propio óleo alimentan la lámpara humana;—el que, cuando parece universal empleo, que embriaga y deseca como las orgías, la acumulación de la riqueza,—ve tras de las montañas de la muerte, y en las de sí mismo;—se enciende en amor vivo; en amor, siempre doloroso; y del contagio escapa; y a los desventurados alza de su desventura; y para sí recoge el gozo siempre amargo de defenderlos, como única moneda valedera;—el que en la general perversión de las fuerzas mentales y morales, halla en sí la inteligencia que esplende y ensancha, y la levanta en alto con respeto, como levanta un sacerdote una hostia;—el que se consume en beneficio ajeno, y desdeña en cuanto solo le sirven para sí las fuerzas magnas que en él puso el capricho benévolo de la naturaleza, héroe es y apóstol de ahora, en cuya mano fría todo hombre honrado debe detenerse, a dar un beso.
Cincuenta años hace.—Rugía, rugía la muchedumbre. Channing, orador grande, había llamado a junta, a la gente de Boston, para condenar a los asesinos del buen Elijah Lovejoy, defensor bravo de la abolición de la esclavitud, que murió al pie de sus prensas:—¿quién dijo que no había poema en nuestra época?—Un Austin, perro de presa, y gobernador del estado,[3] llamó a los negros bestias, y dijo esas cosas que dicen los que saben ser amos de hombres: y la junta, toda de amos, voceaba frenética, en honor de Austin.—¿Quién se levanta, pálido y sereno? Aire no se respira, sino silbidos. Muro le ponen; y bracean y vejan; y la sala parece masa extraña, en que de tronco confuso surgiesen torsos y garras de diversas fieras:—¡Oh qué gran gozo, erguirse ante ellas!—Uno dice que el joven abogado de los esclavos es hijo del primer Mayor de Boston,[4] y de mal grado callan. ¿Qué sucede, que Austin palidece? Ya no es silbos el aire, sino lluvia de piedras encendidas. De fantasmas tremendos se puebla la atmósfera. Salen de sus retratos, vengadores, y van, puño cerrado, al esclavista, los padres de la patria americana. Renacen, ya sin fuerzas, los rugidos. Y de letras de fuego se dijera, y de ruedas de fuego, que está llena la sala.—“¡Hurrah! ¡hurrah![5] y las gentes se abrazan y estremecen:—“¡Hurrah! hurrah!”—las garras ya son alas. “Hurrahs” sin fin ni cuento: Wendell Phillips ha hablado.—¡Oh palabra inspirada—taller de alas!
Ya al otro día, Boston estaba, y el norte todo, como madre a quien le ha nacido un hijo.—Se cansan los pueblos de sus hombres puros, y de verlos constantemente altos, llegan a perder el tierno respeto que en el primer momento tributaron a su alteza: a fatigarse llegan todos de la monotonía y descolor de la virtud; pero no hay gozo más hondo, ni que de luz más bella ilumine los rostros de las gentes, que el sentir que entre ellas, y de ellas, vive una criatura extraordinaria.—Luego lo muerden, lo lapidan, lo desfiguran, lo abandonan. A Wendell Phillips, en sus treinta años de propaganda abolicionista lo escarnecían, lo injuriaban por las calles, de no menos que de traidor e infame le tildaban. No había peso fuerte en los bolsillos de los esclavistas que no se lo lanzasen a la cara.
Pero ahora, que muere ¡a tierra los mosquetes! ¡abajo las banderas! ¡de luto, todos los púlpitos! ¡en obra, el cincel del estatuario! ¡descubiertos, bajo la nieve y en el frío, a verlo pasar, todas las cabezas!
Era un ímpetu irresistible el que llevaba a aquella propaganda, demagógica entonces y punto menos que infamante, al elocuentísimo discípulo de la Universidad de Harvard, dueño de buena fortuna, y de la que viene con nacer de casa honrada y vieja. ¿En qué sitial no se hubiese sentado aquel esbelto y culto caballero, en quien la austera elegancia de la raza buena de la Nueva Inglaterra, parecía, como en Motley, haberse aquilatado y acendrado? Con ir por donde iban los poderosos, o con no ir entre los que salían al paso de ellos, ¿qué públicos honores, qué pingües beneficios, qué vasta y sabrosa fama, qué amena y grata vida no hubiera disfrutado?
Ya la gloria cruenta del apóstol, que padece de ella tanto que no le es dado gozarla, hubiese reemplazado esa más pintoresca y provechosa que viene de servir intereses de hombres, serpear entre sus odios y flaquezas, flotar [sobre] los hombros de ellos, y acomodarse a las condiciones normales de los estados. Wendell Phillips amaba su palabra, porque le salía con valor de las entrañas, como toda palabra verdadera; veíase y oíase a sí propio, moldeando con sus robustas manos una patria más justa y generosa, e iluminando luego, con la límpida luz de su discurso, la estatua de sus manos; miraba a solas, en su bufete de abogado joven; relampaguear en apretada esgrima las agudas contiendas en el foro:—e iba y venía, de un lado a otro, como si en sí tuviese espíritus alados, que lo empujaran a constante marcha. Pero un día, pasan ante él; arrastrando al abolicionista Garrison por una cuerda que le habían atado en torno al cuerpo, muchedumbre de hombres bien vestidos, que escarnecían y golpeaban a su presa. Tiraban de él, como arrieros de sus mulos. Lo halaban de este lado y aquel, y reían de su angustia. Alzó Phillips los puños contra los malvados, y no los bajó nunca.
Se desposó con la justicia. Trocó la ambición de brillar por sus talentos, dones casuales,—por la más difícil gloria de sacrificarlos en provecho de los que la reconocerán, y morderán la mano que les hace bien, y no le darán pago alguno. A los regalos de la apacible vida bostoniana, prefirió ese magnífico deleite que mantiene como sobre alas y entre bálsamos, a las almas consagradas al servicio de la justicia pura, y reconquista del hombre.—Y como se vio solo, solo entre fanáticos y débiles, ante un crimen humano y una maldad inmensa,—se concentraron, a despecho suyo y por natural fuerza de nivel, en esta obra magna, todas sus claridades y energías, y adquirieron, al empuje de la potente indignación, la consistencia, impenetrabilidad y elevación de una montaña.—Así la tierra, al encumbrarse en un punto, deja llanos por vasto espacio los lugares vecinos.—Y fue eso Wendell Phillips, en aquella formidable faena de treinta años: un monte que anda.—Recogido su espíritu en la necesidad intensa de oponer, con su desnuda palabra de abolicionista terco y perseguido, un adversario capaz de victoria a los intereses seculares y múltiples, preocupaciones tenaces y prácticas legales de la mitad más poderosa de la Unión; había naturalmente de perder aquella elasticidad, variedad, catolicidad, a toda obra viable necesarias, que vienen solo de largo y difícil roce con las dificultades y problemas de la existencia,—y no son posibles—en cuanto tienen de conciliares y cedentes—a un alma levantada por el espectáculo ofensivo de una injusticia abominable a una pasión violenta e intransigente por la inmediata aplicación de la justicia.
El Universo entero adquirió para él la forma de un negro esclavo. Si el Universo hubiera dado muestra de favorecer la esclavitud, como a la muchedumbre que aplaudía a Austin en Faneuil Hall hubiera hecho frente; cortante y deslumbradora la mirada, despeñada y flameante la palabra, al Universo.—Aquella condensación de fuerza requerida para oponerse con éxito al mal extenso y poderoso, juntóse en Wendell Phillips, para privarle de esos talentos menores de acomodación, pequeños talentos amargos que rara vez logran adquirir las grandes almas, con el desconocimiento de la vida real, indispensable para dar con acierto en las leyes que han de regirla: que tanto vale legislar sin este conocimiento como ejercer la medicina sin haber puesto los ojos en el cuerpo humano.
De sí propio, tenía Wendell Phillips exaltado amor al sacrificio, la perfección humana y la pureza. De la vida escolar, en que fue egregio, sacó un amor arrebatado por lo extraordinario. Y a su campaña heroica, por no haber tenido nunca menester de amasar su pan para vivir,—salió de este comercio con lo sobrehumano y sumo, y antes de que el trato con la existencia lenta y difícil le hubiera dado esa melancólica y saludable tolerancia que templa el alma sin menguar sus méritos, y le añade acaso el mayor de poder ejercer con ellos más eficaz influencia.
El trato exclusivo con lo sobrehumano aleja naturalmente al espíritu de las soluciones meramente humanas. Quien tiene lo extraordinario en sí sin contar con lo que le añaden lo extraordinario en la Historia, Letras y Artes, ya está mal preparado para legislar en lo ordinario. Un águila no anda a trote:—y esa es la vida—¡hacer trotar un águila!
Así, el que con voz profética, no menos alta que aquellos sones de clarines que echaban por tierra los muros de la ciudad bíblica, ni menos magníficas y maravillosas, sacudía en el pueblo norteamericano, con vigor acrecido con las dificultades, cuanto de generoso y expansivo dejaba en él su vida mercante e individual, y el hálito del largo e infame abuso; el que no poseía condición que no fuese sorprendente y amorosa, desconocía a veces, con intolerancia indispensable sin duda para el buen éxito de su campaña, los merecimientos de los que movidos al mayor conocimiento de lo humano y posible, pretendían con menor alarde y menos violentos medios poner remate al tráfico de esclavos. Para Wendell Phillips no había paces sino en lo perfecto, inmediato y extremo. Cuantos demoraban, le parecían traidores: y encendía su hierro, y se los clavaba en la frente. Como la Constitución de los Estados Unidos parecía—a lo que decían Calhoun y sus secuaces, contra Carlos Sumner y el Norte—prohijar la esclavitud, o permitirla—sin vacilación y sin miedos llamaba criminal a la Constitución. “Ni veo yo—decía—que a un pueblo que anda sea adaptable una Constitución que no anda”.—Y como para ejercer su profesión de abogado hubiera tenido que jurar fidelidad a la Constitución, que creía inicua, no juró fidelidad, y se cerró la que para él hubiera podido ser tan brillante carrera.—No era de los prudentes, que transforman, y son necesarios; sino de los impacientes que sacuden, y no son menos precisos que aquellos, para espuela de los juiciosos, y azote de los egoístas, que a los juiciosos mismos cierran el paso. ¡Y por encima de todas las cabezas restallaba aquel látigo de fuego!
Lo que no debía ser, no debía ser. Toda desviación de la justicia absoluta, cualesquiera que fueran las condiciones de la época y mente que la cohonestaran, le parecía un crimen:—y mientras más alto el desviado, mayor el crimen. ¿Washington tenía esclavos? Pues Washington era “el gran esclavista de la Louisiana”. Henry Clay, “un gran pecador”. Daniel Webster, “toda una casa de fieras, y un hereje que había acostado su cabeza en las rodillas de la Dalila de la esclavitud”.—Y si de un muerto salía una vileza esclavista, como los obispos romanos al papa Formoso, lo exhumaba, y lo sentaba en su silla; y lo sentenciaba. En aquel juicio unilateral, y en su lado grandioso, la maravilla que permitía en su seno un gusano, ya no era maravilla: y en vez de extirpar con cuidado el gusano,—de una puñada o de un cercén hubiera echado la maravilla abajo.
Y aquella certidumbre de la pureza de sus amores, aquel artístico y sumo acabamiento de su sacrificio intelectual, aquella fiera confianza en la honradez de su propósito, y aquel concepto superior y real del hombre, a atentar al cual no daba derecho al hombre mismo—le hacían a veces áspero contra el ejercicio de la voluntad ajena, cuando esta, en natural uso de sí, se empleaba para atacar la libertad.—La arrogancia de su virtud suele de este modo hacer parecer despóticos a los hombres más enamorados de la justicia.—Sí daba a la justicia Wendell Phillips derechos ilimitados. Creía eficaz y natural la tiranía de la virtud.—Y de estos impulsos movido, solía hablar en hueco ante un pueblo deshabituado a lo absoluto, y que, si se empequeñece en lo futuro, sea cualquiera su grandor visible, será por su amor y práctica de lo concreto.
Se entregan solo los pueblos a quien los encabeza y condensa. Jamás un hombre de alta virtud condensará a pueblo alguno. Se asirán de él en la hora del peligro, y cruzarán el mar en su barca. Mas llegados a la orilla, a vuelta de pocas contemplaciones, se darán de nuevo a quien comparta sus puerilidades y sus vicios.
La hora única de triunfo de Wendell Phillips fue aquella momentánea en que las razones políticas trajeron al fin la solución que en él venía predicando la razón virtuosa. Pero era fácil de ver su ira y gran tristeza ante la vida arrebañada y mecánica de la mayor suma de la gente de su pueblo.—Padecía agudamente de ver toda la vida nacional puesta en el logro de la fortuna. Y lo que tenía, lo daba. Y se volvía al norte colérico: “Estáis atragantados de algodón”. “Las máquinas no salvan!—Por todas partes se os oye sonando a dinero: no hay más en esta tierra que chirriar de ruecas, polvo de comercio y ruido de pesos”—“Franklin os ha corrompido con su economía sórdida del ‘Pobre Ricardo’!”[6]—“O levantáis el alma, o vendréis tarde o temprano a tierra!”
Jamás, jamás, aquel ardiente caballero de la dignidad humana; aquella admirable criatura consagrada a los más altos objetos, puros dolores y exquisitos goces; aquel orador magno, infatigable y fluente,—halagó,—para hacer triunfar momentáneamente siquiera sus ideas, pasión alguna de la muchedumbre.—Que la represión de la justicia hubiese ocasionado la acción violenta de sus reivindicadas, no deslucía a sus ojos la cantidad de justicia que a mirada más vulgar hubiera quedado oscurecida por la violencia empleada en reivindicarla. Si no excusa la justicia la violencia que se comete en su nombre, esta no desvanece la razón real de que es exceso.—Pero si su amor caluroso a la extensión y perfeccionamiento del ser humano,—y aquel tan sutil y vivísimo sentido de la dignidad del hombre, que de toda ofensa a este le sacaba la sangre al rostro como si hubiera sido hecha a él;—si su franca y vehemente simpatía, con todas las agrupaciones establecidas para el recobro de la libertad y el decoro humano—pudieron hacerle parecer a tantos ruines, avaros y medrosos demagogo fanático—jamás, jamás, por apartar una tempestad de su cabeza, o asegurar aplauso a sus palabras, o a sus propósitos victoria, cortejó—como tanto parlante caballero de palabra fácil y alma corderuna—las preocupaciones vulgares. ¡Él, un aristócrata de la inteligencia, sin lo que no se puede ser demócrata perfecto! Pues en crecer y subir consiste el progresar,—no en decrecer.—Tan viles son los cortesanos de la multitud o de las pasiones públicas como los que buscan damas y entretienen vicios a privados y a reyes. Hábiles podrán ser; pero son viles: o traidores,—aunque hayan venido a la vida con magnas fuerzas, y precisamente porque vinieron con ellas, traidores al espíritu humano y a la patria.
¿Cortejar a la muchedumbre? No concibió verdad que no dijese. Su palabra, arsenal era, y torrente de flechas, limpias, gruesas y duras como aquellas que a clavar en trozos de roble enseñaban a sus hijos los reyes normandos. Cuantas gracias le ofrecía el lenguaje, con una especial suya de redondearlo y magnificarlo, tantas ponía en sus tremendas invectivas.
No discutía: establecía. No argüía: flagelaba. Decía lo que era vil, y no se detenía a probar que lo era. Su frase era serena y elevada como su rostro; como él, elegante e impasible. Sus anatemas los lanzaba de segura y tranquila manera. Ni se dejaba, ni se proponía, arrebatar: ni gusta el pueblo norteamericano de excesos de pasión que no comparte. Gran duelo a espadas parecía un párrafo de Wendell Phillips: y el otro, sin variar apenas de tono, gran juicio desde nubes negras y altas, despedido de libros encendidos de profetas. Lo montuoso y lo oceánico asomaban a cada punto en su elocuencia. Lo grandioso de la idea, lo acabado de la construcción, lo armonioso y cerrado de la frase, lo artístico, en suma, ningún otro orador norteamericano lo tuvo en mayor grado. “Es una máquina infernal puesta en música”—dijo un coronel del Sur.—“Todo lo dice! como un caballero en una sala”.—Y del más sutil modo, y con voz rica, de saetas de honda punta dejaba clavados todos los pechos esclavistas.—Y cuando sin mayor ira que aquella santa que tenía en sí en todo momento, concentrada, por arte en el discurso o riesgo en el auditorio se hacía menester actividad mayor de desdén o de cólera,—no era ya su elocuencia fino acero, sino tremenda y desatentada catapulta. Garra era de león, forrada en guante. Implacable era y fiero, como todos los hombres tiernos que aman la justicia.
La Nación, Buenos Aires, 28 de marzo de 1884.
[Mf. en CEM]
Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2010, t. 17, pp. 167-175.
Otros textos relacionados:
- “Wendell Phillips”, La América, Nueva York, febrero de 1884, OCEC, t. 19, pp. 64-70.
- “Wendell Phillips”, La América, Nueva York, mayo de 1884, OCEC, 19, p. 213.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Phillips falleció el 2 de febrero de 1884.
[2] Nótese la similitud temática con el elogio de Carlos Marx en la crónica “Cartas de Martí. Suma de sucesos”, La Nación, de Buenos Aires, 13 y 16 de mayo de 1883 y la referencia autobiográfica en la carta a Manuel Mercado, [Nueva York], 22 de abril [de 1886]. Véanse en OCEC, tt. 17 y 23, pp. 65 y 193, respectivamente. (N. del E. del sitio web).
[3] En realidad, fue Fiscal General del estado de Massachusetts.
[4] John Phillips.
[5] En La Nación siempre en inglés; hurra.
[6] Se refiere al Poor Richard’s Almanac.