DESPACHO DEL CÓNSUL GENERAL DE FRANCIA EN LA
HABANA EN 1871, EN RELACIÓN CON EL FUSILAMIENTO
DE LOS ESTUDIANTES
Consulado General de Francia en La Habana.
Dirección Política.
No 25
La Habana, 3 de diciembre de 1871.
INFORME SOBRE LOS ACONTECIMIENTOS
DEL 26/27 DE NOVIEMBRE
Señor ministro de Relaciones Exteriores. París.
Señor ministro:
El 28 del mes pasado tuve el honor de dirigir a Su Excelencia un informe sucinto de los tristes acontecimientos que acababan de ocurrir en La Habana. A pesar de que lo dicté aún bajo la excitación del momento, no creo haberme equivocado ni sobre los hechos en sí ni sobre la apreciación que le ofrecía sobre ellos; pero este penoso incidente, al haber tenido una resonancia en todos los países civilizados, y pudiendo dar lugar a diversas interpretaciones puestas en juego para rehuir la responsabilidad de aquellos sobre quienes deba pesar, me ha parecido necesario hacerle conocer la verdad, despojada de toda exageración. No es sino después de haberme informado en fuentes oficiales, por así decirlo, que redacto el presente informe.
Pocos días antes del miércoles 22 de noviembre,[1] cinco o seis estudiantes de Medicina del primer año, rompieron, en presencia de varios de sus compañeros, el cristal que protegía la corona cívica colocada en la tumba de Gonzalo Castañón, y escribieron con lápiz sobre el muro, algunas frases insultantes y revolucionarias. El capellán del cementerio[2] creyó que no debía denunciar lo sucedido, repuso de su peculio el cristal, y borró las inscripciones. Dos o tres días después se repitieron los mismos hechos. Esta vez los estudiantes arrancaron la corona del marco, en el que arrojaron basura, y de nuevo escribieron palabras obscenas y revolucionarias en el muro. Otra vez el capellán se abstuvo de prevenir a la autoridad. El día 22, desde el anfiteatro anatómico donde el profesor faltó ese día a clase, diez o doce estudiantes se dirigieron al cementerio que lindaba con la Escuela de Medicina, y se llevaron, arrastrándolo, un carro fúnebre, insultando a los muertos y gritando Viva Cuba Libre. Debo aquí manifestar que estos jóvenes se reunían casi a diario en dicho lugar para sus charlas y expansiones durante los ratos de descanso. Ni las amonestaciones del bedel de la Escuela, ni las amenazas de cerrarles las clases, ni los ruegos del capellán del cementerio los detenían en sus juegos, los cuales se prolongaban hasta que tenían que huir para escapar a los insultos y las piedras que comenzaban a llover sobre ellos. Sin embargo, ese día se limitaron a rayar el vidrio del nicho de Castañón con el diamante de una sortija, y arrancar algunas flores del jardín situado frente a la tumba de don Ricardo Guzmán, El Bueno, sobre el muro de la cual también escribieron algunas inscripciones obscenas.
Tales son los hechos imputables a los estudiantes y la pura verdad sobre los sucesos por los que se les castigó. He aquí ahora la conducta de las autoridades, he aquí lo hecho por los voluntarios.
El gobernador político se presentó en el cementerio el sábado 25, reprochó al capellán no haber cumplido su deber al no denunciar a la autoridad los excesos cometidos, hizo que le mostraran los daños materiales, y se dirigió entonces, acompañado de una guardia de voluntarios a la Escuela de Medicina, donde arrestó a todo el primer año, cuarenta y ocho en total.[3] A pesar de las instancias del gobernador, a pesar de sus amenazas, todos se negaron a denunciar a sus compañeros culpables. López Roberts quiso entonces sin duda chancear. Les dijo: “Ustedes hacen lo contrario de los chinos: cuando uno de ellos comete un crimen, todos responden: yo lo he cometido. Pero ustedes dicen que ninguno ha cometido el crimen. Pues bien, todos iréis a prisión donde reflexionaréis y terminaréis por responder”.
A las seis de la tarde, en efecto, se condujo a la prisión a los cuarenta y ocho jóvenes, no por la policía, sino por el propio gobernador, acompañado por una fuerza de voluntarios que había llamado para ese fin. Durante todo el recorrido, muchas de las gentes que les seguían pedían que se les fusilara de inmediato. No obstante, pudieron llegar a la prisión sin accidente.
La noche se pasó en levantar el acta de acusación, en buscar pruebas y tomar las declaraciones. Muchos de los arrestados invocaron el testimonio de personas, que podían afirmar que no habían estado en el cementerio, pero ninguno de los testigos señalados fue llamado a declarar.
En la mañana del 26, seis de los más comprometidos estaban en calabozo e incomunicados; los demás permanecían libres dentro del local de la prisión y perfectamente confiados sobre su suerte.
Estas diligencias contra los estudiantes habrían terminado en un castigo relativamente leve, aplicado a los más culpables, de no haber sido por el desdichado desfile que tuvo lugar ese mismo día.
Desde el jueves anterior un capitán del 5o Batallón de Voluntarios que había sido amigo de Castañón y le había acompañado como testigo a Cayo Hueso, nombrado Felipe Alonso, se puso a excitar a los voluntarios, persuadiéndolos a aprovecharse de la ocasión para castigar ellos mismos, o exigir de las autoridades el castigo de los estudiantes inculpados.
El gobernador político, por otra parte, era responsable, o al menos había cometido una gran imprudencia, de servirse de una fuerza de voluntarios para arrestar a los estudiantes y conducirlos a prisión, predisponiendo y aumentando por este hecho las malas pasiones.
El desfile tuvo lugar y comenzó el mal. Iba a terminar aún peor.
Todos los generales, cualesquiera fuesen sus grados, siempre se habían puesto en estas ocasiones el traje de voluntarios. El general Crespo, se presentó, con todas sus condecoraciones, en uniforme de gala de general de división. Esto desagradó a los voluntarios y se lo demostraron.
Cuando pasó revista ante el 5o Batallón, de este partió el grito: “Mueran los traidores; mueran los estudiantes”. En vez de imponer silencio prometió que se juzgaría a los culpables por un consejo de guerra y que serían castigados, y gritó “Viva España”, sin encontrar eco alguno. Había descuidado de muy mal talante la etiqueta adoptada por sus predecesores; se alejó descontento de las tropas que estaban aún más descontentas de él.
Tan pronto terminó el desfile, la compañía del capitán Alonso vociferó: “a la prisión”. Y más de tres mil hombres le acompañaron, pidiendo a gritos la muerte de los estudiantes.
Debo aquí hacer el elogio del oficial encargado de la guardia de la prisión. Sin el valor que desplegó se habría visto la masacre de cuarenta y ocho estudiantes. Apenas supo que los voluntarios se dirigían hacia la prisión hizo doblar la posta y declaró que antes de dejar entrar a ninguna persona cerca de los prisioneros, tendrían que pasar sobre su cadáver. Esta valentía se impuso a los amotinados, que entonces se pasaron la noche reclamando la muerte de los culpables.
Otra facción se había situado en la Plaza de Armas, frente al palacio y pedían igualmente la cabeza de los estudiantes. Una comisión de voluntarios subió a las habitaciones del gobernador, le dieron cuenta del estado de los ánimos y le insistieron, en nombre de todos, que “se fusilara a los profanadores de la tumba de Castañón”.
El general prometió que así se haría, ordenó de inmediato la formación de un consejo de guerra compuesto de seis capitanes del ejército regular y de seis capitanes de voluntarios, presidido por un coronel de veteranos. Un antiguo comandante hizo la función de fiscal (oficial relator). El consejo de guerra debía ser público.
Al toque de caja numerosos voluntarios acudían a la llamada y desfilaban en grupos de treinta por la cámara del consejo, que nominaban Sala de Justicia.
La sesión comenzó a medianoche.
Los oficiales del ejército, ellos en sí, estaban animados sin duda alguna de un espíritu de justicia, pero todos se sentían bajo la presión de seis mil bayonetas que los amenazaban.
Durante la instrucción de la causa, un capitán de voluntarios creyó advertir en el fiscal un aire de indulgencia para con los acusados y lo interpeló groseramente: lo acusó de ser un insurrecto y un traidor. Este oficial acababa de cumplir dieciocho meses de campaña contra los rebeldes, había recibido cinco heridas y había venido a La Habana para su asistencia médica; indignado del insulto que se le había hecho por un hombre que jamás había tomado las armas más que para actos como los de aquella tarde, le propinó una vigorosa bofetada a su acusador. No fue sino con mucho esfuerzo que se le pudo sustraer de las manos de aquellos que igualmente pedían su cabeza.
Este primer consejo fue disuelto; los oficiales del ejército no estaban dispuestos a ejercer sus funciones ante las amenazas.
Se organizó un segundo consejo y parecía haberse manifestado en el mismo sentido que el anterior, pues, aunque se haya afirmado que el consejo que pronunció la sentencia estaba compuesto de seis oficiales del ejército y de diez de voluntarios, un periódico (La Quincena de La Voz de Cuba) afirma que debió añadirse tres voluntarios más a ese tribunal. Esto equivalía a asegurar la sentencia de muerte. El periódico no ha sido desmentido.
No se oyó a ninguno de los testigos señalados por los estudiantes. Las propias declaraciones de estos últimos, las denuncias de un muchacho de trece o catorce años y las de un joven español, son las únicas pruebas con las que se ha condenado a ocho estudiantes a ser fusilados. Los demás han sido condenados a seis y cuatro años de trabajos forzados, menos tres de ellos que se convirtieron en denunciantes y que por ello no se les impuso más que unos meses de prisión. Un muchacho de 13 años fue absuelto.
La exasperación e insubordinación de los voluntarios llegaron a su grado máximo. El gobernador político López Roberts, el general de artillería Venene,[4] y el general del cuerpo de ingenieros Clavijo[5] (estos dos últimos, oficiales del mayor respeto) fueron detenidos por los voluntarios y encerrados en la prisión. Se les llenó de injurias y amenazas. Durante toda esa jornada se temió por la vida de dichos oficiales, a quienes se les declaró que no serían puestos en libertad hasta tanto que todo hubiese terminado.
Y así fue, efectivamente.
Durante todo este tiempo, el general Crespo que desempeñaba interinamente las funciones de capitán general, se había encerrado en Palacio. Manifestó el deseo de montar a caballo y pacificar a las tropas, pero cedió fácilmente, según se dice, cuando se le señaló que no debía comprometer su autoridad exponiéndose al insulto.
Actualmente los propios voluntarios lo acusan de cobarde, pues estos han hallado indicios de falta de valentía en su carrera militar y se lo arrojan a la cara públicamente.
El día 27 a las dos de la tarde se leyó la sentencia a los voluntarios. Estos se mostraron poco satisfechos y siguieron pidiendo no solo la muerte de todos los estudiantes, sino también el juicio inmediato de los deportados a Isla de Pinos. No depusieron su actitud amenazadora hasta tanto que el toque de corneta les obligó a reunirse a sus cuerpos, en el terreno donde debía tener lugar la ejecución.
A las cuatro y media se fusiló a los ocho condenados.
Salieron de la prisión al sitio del suplicio con la frente alta, sin mostrar temor y sin hacer alarde de no tenerlo. Su actitud impuso respeto aún a los voluntarios. Un silencio de muerte se hizo a su alrededor. No se dirigió ningún insulto a quienes honrando la entereza de esa valiente juventud se descubrieron ante las víctimas.
Habiendo satisfecho su sed de sangre, rendidos de fatiga y de embriaguez, los batallones se retiraron por fin, no sin antes anunciar que insistirían en que se juzgara a los deportados.
Se ha pretendido que un número de individuos no pertenecientes a los cuerpos de voluntarios se había infiltrado en sus filas e incitaban al desorden, los cuales serían, dícese, los recién llegados de España, acusados de pertenecer a la Internacional. Esto es lo que se suponía en cuanto a los extranjeros; en cuanto a los otros, se dice que eran insurrectos cubanos.
Entre los ocho fusilados, se cuenta por lo menos la mitad, a quienes no podía alcanzar la pena de muerte de ninguna manera a causa de su edad. Uno tenía un poco más de dieciséis años y otro un poco más de diecisiete. Los demás tenían dieciocho a veintitrés años. Don Manuel de Armas, decano de los abogados, hizo prevenir al presidente del tribunal que se exponía a la pena de trabajos forzados, si permitía condenar a cualquiera de ellos que no hubiese cumplido los 18 años de edad. La ley no permitía castigar con rigor a quienes no hubiesen alcanzado los 18 años de edad; pero al parecer, el general Crespo había prometido que cualquiera que fuese la edad, se aplicaría la pena impuesta. ¡Esto es horrible!… De 18 a 20 años la ley no impone más que trabajos forzados en los peores casos. Por encima de los 20 años puede aplicarse la pena de muerte en los casos que señala la ley. Mas en la circunstancia presente, ni uno solo de los acusados debió haber perdido la vida.
Pero no había en La Habana ni gobierno ni autoridad; los jueces de estos desdichados fueron la pasión y el aguardiente de una parte, y el miedo y la cobardía por la otra.
El capitán general, conde Valmaseda, informado de lo que sucedía, regresó inmediatamente a La Habana, haciéndose preceder de una proclama.
Llegó demasiado tarde.
¿Qué iba a hacer? ¿Qué podía hacer?
No se puede disimular, señor ministro, que la soberanía de España en las Antillas es en la actualidad perfectamente nula, que la autoridad se encuentra sin dominio ni fuerza, y está reducida a no ser más que el agente ejecutivo de la soldadesca, que estableció su potestad desde los tiempos del general Dulce.
Entonces puede que hubiese una excusa a la conducta que tuvieron los voluntarios. Había un principio de insurrección, los enemigos de España eran numerosos, ricos, influyentes, tenían las primeras posiciones en la ciudad y ponían crédito al servicio de la causa, en tanto que en poco podían fiar de la autoridad española que gobernaba la Isla. El general Dulce era sospechoso, débil de carácter y de salud, casado con una de las damas más ricas de la Isla.
Viendo su fortuna comprometida por el éxito mismo del gobierno, el propio capitán general actuaba con blandura y finalmente fue acusado de complicidad.
Los voluntarios lo desterraron y desde entonces quedaron dueños de la situación.
Los nuevos capitanes generales que sucesivamente fueron enviados de España, nunca más tuvieron fuerzas suficientes para restablecer su prestigio en la propia Habana. Las tropas que les llegaban, siempre insuficientes, se destinaban a ir a combatir a los insurrectos en el campo, o a lo más a continuar una guerra necesaria [con] el ascenso de los oficiales, o a beneficio de un gran número de especuladores. De cincuenta y ocho mil hombres llegados de la Península, existen actualmente apenas seis mil en la Isla, y no los hay para defender La Habana, entregada de ese modo en manos de los voluntarios. Estos últimos, decididos a continuar siendo los amos, pretenden aumentar todavía más sus fuerzas. Han incorporado a toda la población española; no hay un cochero de carruaje, un carretonero; no queda ni el más mínimo vagabundo que no esté en posesión de un fusil y la propiedad de veinticinco cartuchos por lo menos.
Esta guardia pretoriana, soberana en La Habana, ha visto a las autoridades someterse a sus decisiones y se ha excedido. Le he manifestado a Vuestra Excelencia en una de mis cartas anteriores que el general Valmaseda lo ha confesado en estos términos: “Yo he recibido plenos poderes del gobierno de Madrid, pero tengo las manos atadas; me encuentro al arbitrio de estas gentes. Si yo tomara sobre mí ejercer mercedes: me arrastrarían por las calles y me harían como a Dulce”. Es por esto que radica lo menos posible en La Habana, la cual queda bajo el mando impotente del segundo cabo (general comandante en segunda) y del gobernador de la ciudad. Este último, el Sr. López Roberts, es un miserable, que con su posición no busca más que atrapar moneda. Hace arrestar a individuos bajo el menor pretexto y les devuelve su libertad a precio de plata. Fue de este modo como tomando por excusa alguna falta cometida por los chinos en la ciudad, los arrestó colectivamente, y soltó mediante fianza a todos aquellos que pudieron pagar por su libertad o ser reclamados por un patrón; fue también bajo el pretexto de una conspiración de la que nadie había oído hablar, y de la que no existía ninguna especie de prueba, que una tarde arrestó a más de cincuenta ciudadanos honorables de La Habana y los deportó sin hacérseles proceso a Isla de Pinos, de donde varios han regresado después de pagar rescate. Esta es la verdad y todo el mundo lo sabe. No hay persona alguna, aún entre los mismos españoles, que no lo acuse de este hecho. Y durante el motín del 26, la muchedumbre obsequió a este personaje con un historial completo de sus tropelías.
Este López Roberts ha causado la matanza de estos infortunados jóvenes asesinados. Informado de lo hecho por los estudiantes, quiso especular con los padres y presentó excesos de pilletes como crímenes políticos. Yo opino que él no previó el horrible desenlace de su especulación; él actuaba sin los voluntarios.
La fatuidad, la debilidad y la imprudencia del segundo cabo condujeron a la crisis. Llegado hacía poco de España, quiso reunir a los voluntarios (¡a quienes el gobierno acaba de conceder los honores de una condecoración en recompensa a su patriotismo!…) para halagarlos y bienquistarse con ellos. Se había anunciado un desfile para el 12 de ese mes. El general Valmaseda había enviado orden de suspenderlo. El segundo cabo no tomó en cuenta esta disposición del capitán general y convocó de nuevo a los voluntarios para el 26.
Esa misma mañana dos o tres comandantes de esos propios cuerpos se acercaron al general suplicándole que suspendiera la parada, previendo lo que iba a ocurrir. Este persistió. Pronto tendría ocasión de arrepentirse de su imprevisión.
Repletos de aguardiente y de furia, excitados aún más por los enemigos del orden, las bandas armadas le obligaron a hacer juzgar, ¡juzgar, gran Dios! a los inocentes. Aquellos rabiosos necesitaban víctimas, las buscarían; habían hallado jueces que les entregaban las vidas de ocho muchachos, y encontraron a un general español (Romualdo Crespo, general de división, gran cruz de diversas órdenes, etc.) que había estampado su firma en la sentencia de un tribunal de asesinos. Tenía miedo.
Se ha dicho que ha presentado su dimisión. Pero ya que no pudo hacer respetar su autoridad pudo haber renunciado antes de poner su firma en este documento que lo condenaba a la infamia.
El estupor siguió a esta tragedia. Recogíase, se comenzaba a entrever las posibles consecuencias del estado de cosas existente en La Habana. Todo el que es honorable en su condición de español se cubre la cara de vergüenza. Las gentes honradas piden el castigo de la debilidad y cobardía de las autoridades y una garantía contra nuevos desórdenes.
¿Pero de dónde puede venir la represión?
España se muestra impotente para enviar fuerzas suficientes, y sobre todo oficiales resueltos a cumplir su deber. Con 20 000 hombres comandados por generales verdaderamente honorables, se desarmaría a los voluntarios; 4000 hombres bastan para la guarnición de La Habana. Con el resto se lograría, cuando lo desearan, la pacificación de la Isla. Si España quiere conservar su colonia, es preciso que se despabile; la insurrección está actualmente reducida a una débil fuerza activa; pero el descontento es general, aún del lado español y el día llegará en que el gobierno no pueda proteger más su colonia, ella decidirá su propia suerte y todas las probabilidades indican que pedirá su anexión a los Estados Unidos. Podrá entonces repetirse lo dicho por un miembro del Congreso: “no es la insurrección la que arrebata la Isla a España, son los españoles”.
Dícese que el general Valmaseda está decidido a desarmar a los voluntarios. Después de su regreso se halla en correspondencia activa con Madrid, que le ha anunciado el envío de seis batallones de tropas para la guarnición de la ciudad. Se temen desórdenes en el momento en que se les desarme, pero ante el deplorable suceso del 26 los propios voluntarios están asustados y muchos de ellos mismos han hecho saber al capitán general por conducto de sus comandantes que estaban dispuestos a prestarle su ayuda para mantener el orden, y también, si tuviese necesidad de desarmar a aquellos cuerpos con los que no pudiera contar.
¡Pero señor ministro, se ha cometido un crimen que subleva a la humanidad! ¿Los gobiernos extranjeros no protestarán contra este acto inicuo? Y puesto que no pueden devolver a sus padres los pobres jóvenes asesinados, ¿no se exigirá al menos que ese ponga en libertad a los que hoy arrastran la cadena del presidio?
¿El crimen quedará impune?
Quisiera agregar las protestas de la respetuosa consideración con la que tengo el honor de ser, señor ministro, su muy humilde y muy obediente servidor.
(Ministère des Affaires Etrangères. Archives diplomatiques. Espagne. Vol. 77, folios 53 a 66v. Microfilm en poder de Luis Le Roy y Gálvez, obtenido en 1971 por mediación de la Embajada de Cuba en París).
Tomado de José A. Baujin y Mercy Ruiz (coord.): “Con un himno en la garganta”. El 27 de noviembre de 1871: investigación histórica, tradición universitaria e Inocencia, de Alejandro Gil, La Habana, Editorial UH y Ediciones ICAIC, 2019, pp. 134-135.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Jueves 23 de septiembre.
[2] José Mariano Rodríguez y Armenteros.
[3] En realidad, fueron 45 el total de estudiantes arrestados ese día.
[4] General de artillería Antonio Venene, segundo cabo interino.
[5] General Rafael Clavijo, subinspector de ingenieros y de voluntarios.