EL CANJE

(Continuación)

     Marta. —¡Oh casa!
     ¡Oh lecho de los padres muertos donde ya nadie dormía, y mesa que estaba en el comedor!
     ¡Oh morada paterna más allá de estas aguas, y muros que los árboles desbordan!
     Considerad este tratamiento injurioso.
     ¡Oh injuria!
     ¡Oh injuria! ¡oh bofetada en la boca! ¡oh golpe! ¡oh amor despreciado! ¡odio en el corazón de aquél que me es muy querido!
     ¡Oh Laine, te veo de pronto, de tal modo que estoy deslumbrada!
     ¡No me odies!
     ¿Qué te he hecho? ¡No me odies porque no te soy dulce, sino amarga!
     Estoy en tu poder. ¡No me entregues a otro!
     No me conduzcas a él por la mano, diciendo:
     “Es tuya.
     ¡Mira, toma! Y tú, vive con él y él te hará entrar en su habitación”.
     Luis Laine. —¡Marta!
     Marta. —¡Vergüenza! ¡vergüenza! ¡oh vergüenza!
     Luis Laine. —¡No hables así!
     Marta. —Te lo digo, has hecho mal.
     Dices que no quieres darme pena y dolor,
     Pero es eso mismo lo que espero de ti, y esa parte es la mía.
     El niño
     Grita y juega en libertad, y le gusta comer lo que le parece bueno y dormir a su antojo.
     Pero es de razón que llegando a la edad debida el joven
     Sienta, viendo el rostro de la mujer,
     Esa alegría,
     Y que en él como una potencia se conmueva y que la mire, como de noche, en abril,
     Bajo el rayo se ve el jardín blanco.
     Sabiamente la naturaleza lo ha dispuesto así.
     Pues es una cosa bella y excelente, y es de razón que él la abrace con llantos y sollozos.
     Pues estaba solo y era dueño de sí mismo,
     Y he ahí que alguien está siempre a su lado, compartiendo hasta su lecho cuando duerme, y los celos lo urgen y lo encierran.
     Estaba ocioso, y es preciso que trabaje tanto como pueda;
     Despreocupado y he aquí la inquietud.
     Y lo que gana no es para él y no le queda nada.
     Y se viste mal y no se cuida ya de sí mismo.
     Y envejece mientras sus hijos crecen,
     Y la belleza de su mujer ¿dónde está?

     Ella pasa su vida en el dolor y no aporta sino eso consigo,
     ¿Y quién tendrá el coraje de amarla?
     Y el hombre no tiene otra esposa, y esa, le ha sido dada, y está bien que la abrace con lágrimas y besos.
     Y ella le dará dinero para que la despose.
     —¡No me dejes, Luis! ¡no me vendas! ¡No me dejes porque te soy amarga, pero soy dulce también!
     ¡Ponte de rodillas y yo me pondré de rodillas!
     Y considera mi alma y, maravillándome, yo tomaré la tuya con veneración
     En mis brazos, habiéndome puesto de rodillas, porque es la creación de Dios,
     Y su depósito contra mi corazón entre mis dos brazos.
     ¡Desdichada! ¿Qué diré? pues todo lo que digo lo interpretas mal.
     ¡Oh Laine, tengo un gran amor por ti!
     No me rechaces, habiéndome tomado de mi país como una sirvienta que se coloca.
     ¡Pues tengo un gran deseo de servir y no hay nada tan bajo en que no quiera servir!
     ¡No me odies, Laine! ¡no me rechaces, pues soy tu mujer! ¡No digas que ya no me amas!

Entra Lechy Elbernon.

     Lechy Elbernon, a Luis Laine. —¡Cómo! ¿está usted aquí.? ¿y por eso nos dejó tan pronto?
     Luis Laine. —Excúseme.
     Lechy Elbernon, a Marta. —¡Vea! no puede pasar un instante sin usted.
     Pero está muy mal que no nos lo deje un poco.
     ¡Cómo! ¡usted ha llorado! ¡Y él, qué aire taciturno tiene!
     Ah! ah!
     ¡Querellas de enamorados!
     Marta. —No he llorado.
     Lechy Elbernon, mirándola. —¡No la encuentro nada fea, Marta! ¿Pero, cuánto tiempo hace que están casados?
     Marta, en voz baja. —Seis meses.
     Lechy Elbernon. —¿Seis meses? es poco. ¡Es poco! Pero, ¿quién puede jactarse de tener algo siempre para sí?
     Ah ah! Ah ah!
     ¡Tengo ganas de decirle una cosa y no puedo evitarlo!
     ¡Vea cómo él me mira, como si tuviera miedo!
     ¿Es preciso decirlo, Luis?
     Luis Laine. —Haga lo que quiera.

Silencio.

     Lechy Elbernon. —Sepa que durmió esta noche conmigo.
     Marta. —¿Es verdad?
     Lechy Elbernon. —Responde, Laine.
     Marta. —¡Habla, responde!
     Lechy Elbernon. —Ah! ah!

     Marta. —Has dicho que no amabas a otra mujer. Me lo has jurado esta mañana, ¡tú lo has jurado!
     Lechy Elbernon. —Te lo repito, durmió esta noche conmigo.
     Marta. —¡Silencio, loba! y tú, habla, ¿es verdad?
     Luis Laine. —Es verdad.
     Marta. —¡Verdad! Has perdido el derecho de pronunciar esa palabra.

Luis Laine abre la boca
para responder.

     Lechy Elbernon, poniéndole la mano en la boca. —¡No respondas, Luis! ¡Déjala gritar, déjala llorar! ¿Qué nos importa?
     ¡Que llore delante de nosotros y nuestro amor aumentará!
     Verdaderamente, ¿has mentido así? ¿le has jurado eso esta mañana?
     ¿Esta misma mañana?
     ¡Ciertamente te has conducido con mucha bajeza y como un hombre vil!
     ¡Oh Dulce-Amarga, a menudo nos hemos burlado de ti! Y te conozco como él mismo y él me cuenta cosas para hacerme reír.
     No soy yo quien lo ha atraído, es él quien vino hacia mí.
     ¡No sientas vergüenza, Luis, y dile que me amas!
     Para ver la cara que pone, ¡pues así es el cruel amor!
     Parece dulzarrón y gentil, pero es bárbaro e impúdico, y tiene su voluntad que no es la nuestra, y es preciso obedecerle con devoción.
     Es por eso que triunfa, Laine, ¡y no sientas vergüenza!
     ¿Pensabas que te amaría siempre? Él te ha amado, e igualmente
     Es a mí a quien ama ahora.
     Marta. —Regocíjate porque has encontrado un amor semejante.
     Lechy Elbernon. —¡Llora, pues! ¡llora, pues!
     ¡Llora agua cálida! ¡no te hagas la fiera! ¡Llora, y no retengas tus lágrimas!

Ríe a carcajadas.

     Ah ah! Ah ah!
     ¡Mírala, Laine! No la encuentro tan fea como me decías.
     Tiene la cara casi redonda, como las mujeres de Siria.
     Marta. —Ríe de mí también, Laine. Mírame y regocíjate por el canje que has hecho.
     Luis Laine. —¡Oh Marta, mi mujer! ¡oh Marta, mi mujer!
     ¡Oh dolor, ay!
     ¡Oh Dulce-Amarga! ¡Ciertamente, te llamaré Amarga, porque es amargo separarse de ti!
     ¡Oh morada de paz, toda madurez habita en ti!
     No puedo vivir contigo, y aquí es preciso que te deje, porque es la dura razón quien lo quiere, y no soy digno de que tú me toques.
     ¡Y he aquí que mi secreto y mi vergüenza han sido descubiertos!
     Es el cuerpo quien lo ha querido, pues es poderoso en los jóvenes, y duro cuando tira.
     Y es cierto que he consentido, y quería mentir y ocultar, mas he aquí que esta acción es descubierta.