Esto no es sino un pequeño ejemplo. De una manera general, la matemática es el sentido más vasto, es decir, englobando bajo ese nombre todo estudio teórico, riguroso y puro de relaciones necesarias, constituye a la vez el único conocimiento del universo material en que existimos y el reflejo manifiesto de las verdades divinas. Ningún milagro, ninguna profecía es comparable a la maravilla de esa concordancia. Para concebir la extensión de esta maravilla, es preciso darse cuenta de que la percepción misma de las cosas sensibles, hasta en los seres humanos menos desarrollados, encierra implícitamente una gran cantidad de relaciones matemáticas que constituyen su condición; que la técnica, incluso la más primitiva, es siempre en algún grado matemática aplicada, al menos implícitamente; que el manejo metódico de las relaciones matemáticas de los movimientos del trabajo y la técnica es lo que únicamente puede ofrecer a veces al hombre ese sentimiento de equilibrio con las fuerzas de la naturaleza que corresponde a la felicidad natural; que el uso de las relaciones matemáticas es lo único que permite considerar al mundo sensible como constituido de materia inerte y no de innumerables divinidades caprichosas. Es esa misma matemática que constituye en primer término, ante todo, una especie de poema místico compuesto por Dios mismo. A tal punto, que uno está tentado de dudar que una cosa tan grande sean tan reciente, y a suponer que quizás los Griegos no inventaron, sino en parte simplemente divulgaron y en parte reencontraron la geometría.

     Al término de tales meditaciones, se llega a una visión extremadamente simple del universo. Dios ha creado, es decir, no que haya producido algo fuera de sí, sino que se ha retirado, permitiendo a una parte del ser, ser otro que Dios. A ese renunciamiento divino responde el renunciamiento de la creación, es decir, la obediencia. El universo entero no es otra cosa que una masa compacta de obediencia. Esta masa compacta está sembrada de puntos luminosos. Cada uno de esos puntos es la parte sobrenatural del alma de una criatura razonable que ama a Dios y consiente en obedecer. El resto del alma está cogido en la masa compacta. Los seres dotados de razón que no aman a Dios son solamente fragmentos de la masa compacta y obscura. Ellos también son por entero obediencia, pero solamente a la manera de una piedra que cae. Su alma también materia, materia psíquica, sometida a un mecanismo tan riguroso como el de la gravedad. Incluso su creencia en su propio libre arbitrio, las ilusiones de su orgullo, sus retos, sus rebeldías, todo eso, son simplemente fenómenos tan rigurosamente determinados como la refracción de la luz. Considerados así, como materia inerte, los peores criminales forman parte del orden del mundo y por consiguiente de la belleza del mundo. Todo obedece a Dios, por consiguiente, todo es perfectamente hermoso. Saber eso, saberlo realmente, es ser perfecto como el Padre celeste es perfecto.

     Este amor universal solo pertenece a la facultad contemplativa del alma. El que ama verdaderamente a Dios deja a cada parte de su alma su función propia. Por debajo de la facultad de contemplación sobrenatural se encuentra una parte del alma que está al nivel de la obligación, y para la cual la oposición del bien y del mal debe tener toda la fuerza posible. Más abajo todavía está la parte animal del alma que debe ser metódicamente enderezada por una sola sabia combinación de latigazos y trozos de azúcar.

     En aquellos que aman a Dios, incluso en los que son perfectos, la parte natural del alma está siempre enteramente sometida a la necesidad mecánica. Pero la presencia del amor sobrenatural en el alma constituye un factor nuevo del mecanismo y lo transforma.

     Somos como náufragos agarrados a unas tablas sobre el mar y zarandeados de una manera enteramente pasiva por todos los movimientos de las olas. De lo alto del cielo Dios lanza a cada uno una cuerda. Aquel que coge la cuerda y no la suelta a pesar del dolor y el miedo, queda tanto como los otros sometido a los empujes de las ondas; solo que esos empujes se combinan con la tensión de la cuerda para formar un conjunto mecánico diferente.

     Por eso, aunque lo sobrenatural no desciende al dominio de la naturaleza, la naturaleza sin embargo es cambiada por la presencia de lo sobrenatural. La virtud, que es común a todos los que aman a Dios, y los milagros más sorprendentes de algunos santos, se explican parejamente por esta influencia, que es tan misteriosa como la belleza y de la misma especie, una y otra son un reflejo de lo sobrenatural en la naturaleza.

     Cuando se concibe el universo como una inmensa masa de obediencia ciega sembrada de puntos de consentimiento, y se concibe también el propio ser como una pequeña masa de obediencia ciega con un punto, en el centro, de consentimiento. El consentimiento, es el amor sobrenatural, es el Espíritu de Dios en nosotros. La obediencia ciega, es la inercia de la materia, que está perfectamente representada para nuestra imaginación por el elemento a la vez resistente y fluido, es decir, por el agua. En el momento en que consentimos a la obediencia, somos engendrados a partir del agua y del espíritu. Somos desde entonces un ser únicamente compuesto de espíritu y de agua.

     El consentimiento a obedecer es mediador entre la obediencia ciega y Dios. El consentimiento perfecto es el del Cristo. El consentimiento en nosotros no puede ser más que un reflejo del de Cristo. El Cristo es mediador entre Dios y nosotros de una parte, de otra parte, entre Dios y el universo, y también nosotros, en la medida en que nos es concedido imitar al Cristo, tenemos ese extraordinario privilegio de ser en algún grado mediadores entre Dios y su propia creación.

     Pero el Cristo es la mediación misma, la armonía misma. Filolao decía: “Las cosas que no son de la misma especie y de la misma naturaleza ni del mismo rango tienen necesidad de ser encerradas juntas bajo llave por una armonía capaz de mantenerlas en un orden universal”. El Cristo es esa llave que encierra juntos al Creador y la creación. Siendo el conocimiento el reflejo del ser, el Cristo es también, por eso mismo, la llave del conocimiento. “Desdicha a vosotros, doctores de la ley”, decía él; “vosotros habéis quitado la clave del conocimiento”. Esa clave, era él mismo, a quien los siglos anteriores habían amado de antemano, y que los Fariseos habían negado e iban a hacer morir.

     El dolor, dice Platón, es la disolución de la armonía, la separación de los contrarios; la alegría es su reunión. La crucifixión del Cristo casi ha abierto la puerta, casi ha separado, de una parte, el Padre y el Hijo, de otra parte, el Creador y la creación. La puerta se ha entreabierto. La resurrección la ha vuelto a cerrar. Aquellos que tienen el privilegio inmenso de participar con todo su ser en la Cruz del Cristo atraviesan la puerta, pasan al lado donde se encuentran los secretos mismos de Dios.

     Pero más generalmente toda especie de dolor y, sobre todo, toda especie de dolor bien soportado, hace pasar al otro lado de una puerta, hace ver una armonía bajo su faz verdadera, la faz vuelta hacia lo alto, desgarra uno de los velos que nos separan de la belleza del mundo y la de Dios. Es lo que muestra el fin del libro de Job. Job, al término de su desgracia, que a pesar de la apariencia ha soportado perfectamente bien, recibe la revelación de la belleza del mundo.

     Hay por lo demás una especie de equivalencia entre la alegría y el dolor. La alegría también es revelación de la belleza. Todo hace avanzar a aquel que mantiene siempre los ojos fijos en la llave. Es preciso solamente verla.

     Hay en la vida humana tres misterios de los que todos los seres humanos, aún los más mediocres, tienen más o menos conocimiento. Uno es la belleza. Otro es la operación de la inteligencia pura aplicada a la contemplación de la necesidad teórica en el conocimiento del mundo, y la encarnación de las concepciones puramente teóricas en la técnica y el trabajo. El último, son los relámpagos de justicia, de compasión, de gratitud que surgen a veces en medio de la dureza y la frialdad metálica de las relaciones humanas. Son esos tres misterios sobrenaturales constantemente presentes en plena naturaleza humana. Son tres aperturas que dan directamente acceso a la puerta central que es el Cristo. A causa de su presencia no hay posibilidad para el hombre aquí abajo de una vida profana o natural que sea inocente. No hay sino la fe, implícita o explícita, o bien la traición. Es preciso llegar a no ver por debajo de los cielos y a través del universo otra cosa que la mediación divina. Dios es mediación, y toda mediación es Dios. Dios es mediación entre Dios y Dios, entre Dios y el hombre, entre el hombre y el hombre, entre Dios y las cosas, entre las cosas y las cosas, y aún entre cada alma y ella misma. No se puede pasar de nada a nada sin pasar por Dios. Dios es el único camino. Él es la vía. Vía era su nombre en la China antigua.

     El hombre no puede concebir esta operación divina de la mediación, puede solamente amarla. Pero su inteligencia concibe de ella, de una manera perfectamente clara, una imagen degradada, que es la relación. No hay nunca otra cosa en el pensamiento humano que relaciones. Aun los objetos sensibles, desde que se analiza su percepción de una manera un poco rigurosa, se reconoce que nombramos con ese nombre simples núcleos de relaciones que se imponen al pensamiento por intermedio de los sentidos. Lo mismo ocurre con los sentimientos, con las ideas, con todo el contenido psicológico de la conciencia humana.

     No tenemos en nosotros y alrededor de nosotros más que relaciones. En las semitinieblas en que estamos hundidos, todo para nosotros es relación, como en la luz de la realidad todo es en sí mediación divina. La relación, es la mediación divina entrevista en nuestras tinieblas.

     Esta identidad es lo que expresaba San Juan dándole al Cristo el nombre de relación, logos, y lo que expresaban los Pitagóricos diciendo: “Todo es número”.

     Cuando uno sabe eso, uno sabe que vive en la mediación divina, no como un pez en el mar, sino como una gota de agua en el mar. En nosotros, fuera de nosotros, aquí abajo, en el reino de Dios, en ninguna parte hay otra cosa. Y la mediación, es exactamente la misma cosa que el Amor.

     La mediación suprema es la del Espíritu Santo uniendo a través de una distancia infinita el Padre divino al Hijo igualmente divino, pero vaciado de su divinidad y clavado en un punto del espacio y del tiempo. Esta distancia infinita está hecha de la totalidad del espacio y del tiempo. La porción de espacio en torno de nosotros, limitada por el círculo del horizonte, la porción de tiempo entre nuestro nacimiento y nuestra muerte, que vivimos segundo tras segundo, que es el tejido de nuestra vida, constituye un fragmento de esa distancia infinita enteramente atravesada de amor divino. El ser y la vida de cada uno de nosotros son un pequeño segmento de esa línea cuyos extremos son dos Personas y un solo Dios, esa línea por donde circula el Amor que es también el mismo Dios. No somos otra cosa que un sitio por donde pasa el Amor divino de Dios por sí mismo. En ningún caso somos otra Cosa. Pero si lo sabemos y consentimos en ello, todo nuestro ser, todo lo que en nosotros parece ser nosotros mismos, se nos torna infinitamente más extraño, más indiferente y más lejano que ese pasar interrumpido del Amor de Dios.

Simone Weil

Traducción de C. V.

Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, 1955, año XII, no. 37, pp. 6-17.

Traducciones de Cintio Vitier publicadas en la revista Orígenes.

Traducciones de Cintio Vitier (Bibliografía general).