La ciudad de la Habana ha sido en estos últimos días escenario de memorables acontecimientos. La Lucha, el emprendedor periódico habanero acreedor a tantas alabanzas por defender la justicia de los cubanos, publica un relato[3] de los dramáticos incidentes que han llevado a vindicar la inocencia de los ocho estudiantes de medicina que fueron oficialmente asesinados hace dieciséis años.
Estos ocho estudiantes, de dieciséis a veintiún años de edad, después de una farsa judicial, celebrada bajo la presión de las turbas,[4] fueron muertos en medio de frenéticos aplausos y otros treinta y uno fueron enviados a Presidio por el supuesto crimen de haber profanado el sepulcro de Gonzalo Castañón, un periodista mal aconsejado que, a consecuencia de una disputa con partidarios de los revolucionarios, fue muerto en Key West algunos meses antes.[5] La bóveda no mostraba la más ligera huella de profanación, y una raya hecha mucho antes en el cristal que cubre las ofrendas florales fue todo lo que pudo ser atribuido a una mano irrespetuosa, si no hubiera estado cubierta por el moho el día de los hechos.
Solo los cubanos culpables.
Los españoles que había entre los estudiantes fueron puestos en libertad. Uno de los estudiantes fusilados ni siquiera estaba en el cementerio en la fecha de la alegada profanación.[6] Tan solo Fernando[7] Capdevila, un noble oficial del ejército, encargado de la defensa de los estudiantes, tuvo el coraje de pronunciar en el juicio unas pocas y valientes palabras, por las que apenas escapó de pagar con su vida a manos de la turba, poco dispuesta a aceptar algo que no fuera un final sangriento.
El general Crespo, que estaba a la cabeza del gobierno y que firmó la sentencia de muerte estando convencido de la infamia, ha dicho que “para hallar una comparación apropiada a las proposiciones que le hicieron algunos de los dirigentes de los amotinados sería necesario retroceder a los días más negros de la Revolución francesa”. Son, realmente, las palabras del general las que usamos aquí. Miles de hombres armados llenaban las calles día y noche, rodeaban la prisión, colmaban los corredores del palacio de gobierno, gritaban continuamente pidiendo la muerte de los estudiantes y lograron que el gobierno cediera a sus demandas encubierto por un juicio en consejo de guerra que celebró sus sesiones amenazado por las bayonetas de los quebrantadores de la ley.
El hijo de uno de los más impetuosos de entre estos, un muchacho de dieciséis años,[8] que había cogido una flor en el jardín del cementerio, fue el primer escogido para ser fusilado, y ello, por añadidura con los mismos rifles a cuya compra su acaudalado padre había contribuido generosamente. Cuatro de sus condiscípulos que habían estado jugando con una carretilla,[9] le siguieron inmediatamente. Se ha dicho que el indigno tribunal se había comprometido con las turbas a dar muerte a ocho de los prisioneros y que las otras tres víctimas requeridas fueron escogidas mediante sorteo.[10] Los infelices muchachos encararon la muerte valientemente ni una rodilla flaqueó. Unos recibieron las balas en la cabeza, otros en el corazón. “Los ocho cadáveres”, dice La Lucha en una patética descripción del hecho, “fueron enterrados, sin un nombre, una cruz o una lápida, cuatro de Sur a Norte, cuatro de Norte a Sur”. La Lucha ha publicado los retratos de los infelices jóvenes.
Un testimonio popular.
La justicia tiene sus modos y mediante el valor de Fermín Valdés Domínguez, uno de los estudiantes supervivientes que fue enviado a prisión, la inocencia de sus amigos ha sido demostrada tan completa y notablemente que el asunto constituye hoy el tema de toda conversación en la isla. Una colecta para erigir un monumento a los estudiantes[11] se está llevando a cabo rápidamente por españoles y cubanos, por igual, en Cuba, en España y en Nueva York. La moderación de los cubanos[12] ante la provocación le ha conferido dignidad a su pena, y un acto de pública contrición por parte de aquellos que son ahora considerados como cómplices del crimen, sería una ofrenda apropiada a los que murieron injustamente a sus manos y, al propio tiempo, un acto que no podría dejar de conducir a un mejor entendimiento de las dos secciones hostiles en que la guerra por la independencia dejó dividida a la isla.
Cara a cara.
Fue una escena dramática aquella en que Valdés Domínguez, indiferente al peligro que su acción podía acarrearle, avanzó, trémulo de emoción, hacia el féretro de Castañón, cuyo hijo,[13] acompañado por sus amigos, hacía extraer de su bóveda temporal para ser trasladado a su definitivo lugar de reposo en España, y, levantando su mano sobre el sarcófago intacto, conjuró solemnemente al hijo, un joven de veinte años, a que declarara que los restos de su padre no habían sido profanados por los estudiantes. El hijo de Castañón declaró públicamente que ninguna mano impía había tocado los restos de su padre. Al propio Domínguez le fue permitido abrir el sarcófago en que yacía el hombre que causó, esta vez inconscientemente, tantas muertes.
El joven Castañón confirmó en una carta digna su declaración. Todos los interesados dieron permiso a Valdés Domínguez para recuperar, si ello fuere posible, los restos de los estudiantes del apartado lugar en que habían sido enterrados y, después de trabajar incesantemente durante dos días con sus propias manos, ayudado por un amigo y por los negros sepultureros, descubrió al fin todo lo que quedaba en la tierra de sus amigos muertos ⸺ocho esqueletos tendidos uno junto a otro, los cráneos y las costillas quebradas por los proyectiles del pelotón de fusilamiento. Una corbata de seda, algunos botones de cuello y unas hebillas de plata fue todo lo que se pudo encontrar para identificar las víctimas de este crimen histórico.
Estas patéticas escenas y su influencia en los asuntos del país ocupan actualmente la atención pública en la isla de Cuba. La alegría de los cubanos por esta vindicación triunfante de los estudiantes no ha sido ensombrecida por ningún exceso de su parte o por alguna irreverencia de aquellos que en días más oscuros fueron los autores del nefando hecho. Palabras de paz son pronunciadas sobre los restos de quienes cayeron víctimas de las furias de la guerra, y el justo reconocimiento de la inculpabilidad de los inocentes es probable que contribuya más al bien general que el mismo castigo de los culpables.
[The New York Herald, sábado, 9 de abril de 1887]
(Traducción de Enrique H. Moreno Plá).
Tomado del Anuario Martiano, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, Departamento Colección Cubana, Sala Martí de la Biblioteca Nacional, 1969, no. 1, pp. 225-228.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Véase la traducción del Centro de Estudios Martianos titulada “La sangre de los inocentes”, OCEC, t. 25, pp. 346-348.
[2] Véase la nota “27 de noviembre de 1871”. (OCEC, t. 25, pp. 397-398).
[3] Fermín Valdés-Domínguez envió dos cartas al director de La Lucha, publicadas el 26 y el 31 de enero de 1887. Véase la carta de José Martí a Fermín Valdés-Domínguez fechada en Nueva York, el 28 de febrero de 1887, en OCEC, t. 25, pp. 364-365.
[4] Se refiere a los Cuerpos de Voluntarios.
[5] Véase Gerardo Castellanos García: “El asunto Castañón”, Misión a Cuba. Cayo Hueso y Martí, La Habana, Centros de Estudios Martianos, 2009, pp. 40-41.
[6] Carlos Verdugo y Martínez (1854-1871)
[7] Errata en The New York Herald: Federico Capdevila.
[8] Alonso Álvarez de la Campa y Gamba (1855-1871). Véase la referencia que José Martí hace en su discurso “Los pinos nuevos” (OC, t. 4, p. 284) a la altivez y valentía con que este joven mártir y su condiscípulo Anacleto Bermúdez y Piñera (1851-1871) encararon la terrible sentencia, levantando “el ánimo patrio” de sus amigos también condenados al paredón, “cuando el tambor de muerte redoblaba, y se oía el olear de los sollozos, y bajaban la cabeza los asesinos”.
[9] Anacleto Bermúdez y Piñera (1851-1871), José de Marcos y Medina (1851-1871), Ángel Laborde y Perera (1853-1871) y Juan Pascual Rodríguez y Pérez (1850-1871).
[10] Carlos de la Torre y Madrigal (1851-1871), Carlos Verdugo y Martínez (1854-1871) y Eladio González y Toledo (1851-1871).
[11] Véase la carta de Martí a Fermín Valdés-Domínguez fechada en Nueva York, el 7 de abril de 1887, OCEC, t. 25, p. 371.
[12] “En el ensayo ‘El amor como energía revolucionaria en José Martí’ [Albur, órgano de los estudiantes del ISA, a. 4, La Habana, mayo de 1992, pp. 109-119; CEM, La Habana, 2003], Fina García-Marruz ha observado la relación que establece Martí entre el heroísmo y la moderación dentro de la dinámica más profunda de ‘la capacidad de sacrificio’. La consideró virtud vinculada con ‘la armonía serena de la Naturaleza’, distintiva de los mejores hombres de ‘nuestra América’, cuyo paradigma poético lo encontró en Heredia: ‘volcánico como sus entrañas, y sereno como sus alturas’. (OC, t. 5, p. 136). Tan elogiosa como esperanzadamente se refirió varias veces al ‘heroísmo juicioso de las Antillas’ y a ‘la moderación probada del espíritu de Cuba’, expresiones consagradas en el Manifiesto de Montecristi (OC, t. 4, pp. 101 y 94, respectivamente)”. (Nuestra América. Edición crítica, investigación, presentación y notas de Cintio Vitier, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2006, nota 35, p. 64).
[13] Fernando Castañón.